Los servicios urbanos del agua en España. Poniendo el dedo en la llaga

Por diversos partidos políticos y movimientos sociales, en los medios de comunicación y en numerosos blogs, se viene hablando últimamente del derecho humano a un abastecimiento mínimo de agua como idea-fuerza con contenido político.

El Papa Francisco en su reciente Carta Encíclica Laudato si´ (2015) proclama: “…el acceso al agua potable y segura  es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos”.

El hecho de colocar en lugar tan elevado el derecho humano al agua, ni más ni menos que como “condición para el ejercicio de los demás derechos humanos”, obliga a unas reflexiones mirando a la situación actual de los abastecimientos a las ciudades de nuestro país.

Cuando comenzó a ponerse en circulación el derecho a una dotación mínima de agua, el tema resultaba chocante para los que llevaban años en el mundo del agua y del abastecimiento de las poblaciones españolas. Por los nuevos grupos se reclamaban dotaciones mínimas de 60 litros por habitante y día, que luego se han ido subiendo a 80 y 100. Pero desde los años 60 del pasado siglo en España (Plan Nacional de Abastecimiento de agua y Saneamiento, PNAS) se manejaban dotaciones mínimas superiores a 150 litros por habitante y día para el abasto de los pueblos pequeños; en las grandes ciudades, 300 o más.

Para la ciudad de Madrid, en los años 60 del pasado siglo se calculaba que para el horizonte 2000 la dotación unitaria sería de 625 litros y la población alcanzaría los 10 millones de habitantes. Se trataba de previsiones llevadas a cabo en época desarrollista, previsiones que —afortunadamente— se han alejado fuertemente de la realidad. Pero igual sucedía en EEUU y Alemania, por poner dos ejemplos de referencia. Luego, a partir de los años 90, la situación fue la inversa: la introducción de sistemas informáticos de adquisición de datos y control; la eliminación de volúmenes “no registrados”, como el riego de parques y jardines; las mejoras en las redes de distribución para disminuir pérdidas; la generalización de la tarificación por contadores; la persecución de fraudes; la mayor eficiencia de los aparatos domésticos; las campañas de concienciación de la población; la subida de las tarifas; etc., hicieron que los consumos unitarios comenzaran un descenso continuado hasta nuestros días,  situándose por debajo de los 300 litros.  Subsiste, no obstante, un problema de percepción: cuando se oye lo de dotaciones mínimas como derecho, parece que no se refieren a nuestro país —cuyo derecho al agua está “interiorizado” hace años y en mucha mayor cuantía de lo que se propone—,  sino a otros países con un grado menor de desarrollo.

Por consiguiente,  al incluir los derechos humanos al agua como dotación mínima  en las campañas de algunos partidos políticos o movimientos sociales de nuestro país, se produce una descontextualización, y muchas personas se muestran desorientadas y no saben de qué se está hablando, pues el grado de abastecimiento de nuestras ciudades se encuentra, en general, en una situación bastante satisfactoria, existiendo de manera generalizada un primer bloque de consumo con tarifas reducidas.

Ante esta falta de percepción, la idea-fuerza se ha “resituado” en paralelo a la introducción del concepto de pobreza energética; se trata ahora de garantizar un abastecimiento mínimo de agua gratuita para los más débiles económicamente a través de un “bloque social”.

Esta idea-fuerza del derecho humano a un abastecimiento mínimo de agua está teniendo una segunda contextualización —a nuestro juicio la más importante— que es el mantenimiento (o la vuelta) de los abastecimientos urbanos de agua en el sector público. Los abastecimientos urbanos han constituido en las últimas décadas un nicho de negocio para las grandes multinacionales  (lideradas por las compañías francesas). El Banco Mundial ha impuesto como panacea económica la privatización de los servicios urbanos de agua en economías en vías de desarrollo, entregando estos servicios a los “tiburones de agua dulce”. Comprobados los menguados logros de estas privatizaciones, las contestaciones sociales producidas y el hecho de haber causado más problemas sociales y económicos que los que se querían resolver, es hora de ligar los derechos humanos al agua al mantenimiento de los servicios en el sector público. Para ello hay que evitar que las empresas o servicios públicos de suministro de agua abran la vía de las privatizaciones por degradación de sus funciones: dejación de una buena gestión; deterioro o mal mantenimiento de las instalaciones; pérdidas de capital humano y descenso de su calidad; externalización de las tecnologías más avanzadas; descapitalización; tarificación artificialmente baja; balances con pérdidas económicas; degradación del entorno ambiental; etc.,  camino que lleva a justificar su privatización por el mito de que las empresas privadas son “más eficientes”, expresión que encubre la mera obtención de beneficios crematísticos.

En muchas ocasiones, los procesos de privatización sólo son una vía para que los titulares del servicio público consigan un aporte económico inmediato para atender otras cuestiones a costa de embargar el servicio público para plazos muy dilatados.

En resumen: el derecho humano a una dotación mínima de agua no tiene vigencia en nuestro país, por el buen grado de desarrollo que han alcanzado de manera general nuestros abastecimientos. Otro tema son las ayudas a los más débiles económicamente a través de tarifas sociales del agua (incluso gratuidad) o ayudas a las rentas, tema sobre el que está abierto el debate correspondiente.

No obstante lo anterior, las cuestiones del agua urbana también se han de plantear con otros enfoques, principalmente el mantenimiento de los servicios del agua en el sector público. Para conseguir una buena calidad del servicio es necesario buscar un adecuado equilibrio entre las actividades que deben permanecer en el núcleo del sector público (en todo caso la dirección, la seguridad de instalaciones, el control de los procesos y otras funciones esenciales o estratégicas) y aquellas otras en las que pueden —y deben— intervenir las empresas privadas. Se da la paradoja de que cuando un servicio público de agua se privatiza, las empresas privadas colaboradoras del servicio que acudían a los contratos abiertos con anterioridad, ya no pueden acceder a dichas licitaciones, pues las contrataciones de obras, servicios o suministros se reservan a empresas del holding al que pertenece  la empresa privada en la que ha recaído el servicio del abastecimiento.

Las empresas privadas tienen un amplio campo de colaboración e intervención en las múltiples actividades que conllevan los abastecimientos urbanos, pero su papel no puede consistir en suplantar a las administraciones públicas, pues la simple consideración del agua como negocio económico atenta directamente contra “un derecho humano básico, fundamental y universal”.

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