Quién debe proporcionar el derecho al uso del agua, ¿el Estado o el mercado?
Se trata de una de las cuestiones cruciales de la actual política de aguas de nuestro país. Problema al que la legislación de aguas de los últimos tiempos no ha abordado de frente. Al contrario, los legisladores se han limitado a hacer algunos regates a favor del mercado, aprovechando ─de manera oportunista─ algunas de las leyes «distintas y distantes» que pasaban por las cámaras legislativas como la ley de evaluación ambiental o la ley del cine (?).
En las líneas que siguen se recuerda, en primer lugar, la manera de proporcionar los derechos al uso del agua mediante concesión administrativa, propia de nuestras seculares leyes de aguas, considerando el recurso como un bien del dominio público del Estado. A continuación, se exponen los antecedentes que sirvieron para la introducción del mercado de agua en nuestro corpus normativo a raíz de la sequía de los años 90 como respuesta a la crisis de la política hidráulica tradicional. Después se señala las novedades introducidas a favor del mercado, últimamente utilizando la legislación general para un único caso particular: el Trasvase Tajo-Segura. Finalizaremos apuntando algunas de las cuestiones pendientes en relación con el tema.
¿Qué dice nuestra legislación sobre el acceso al uso del agua?
Ha sido tradicional en nuestro derecho de aguas su consideración como bien público, que forma parte del dominio público estatal como dominio público hidráulico, sometiéndose toda actuación sobre dicho dominio a la planificación hidrológica (artículo 1º del TRLA). El acceso al uso privativo de las aguas se adquiere por disposición legal o concesión administrativa (art. 52). Los tratadistas, basándose en estos principios, no han dudado en considerar el agua como un bien especial, res extra commercium.
Por consiguiente, las aguas, como bienes demaniales, poseen las clásicas características de ser inalienables, inembargables e imprescriptibles (no se pueden transferir, no se pueden embargar, ni la prescripción puede afectarles). Además, han de destinarse obligatoriamente al uso general y al servicio público, salvo razones de interés público debidamente justificadas, entre las que se puede citar el concepto decimonónico del fomento de la riqueza nacional.
De manera general, todo uso privativo de las aguas requiere concesión administrativa (art. 59), concesión sometida a una serie de requisitos entre los que se pueden señalar: el agua quedará adscrita a los usos indicados en el título concesional, sin que pueda ser aplicada a otros distintos, ni a terrenos diferentes si se tratase de riegos (esta disposición fue dejada en papel mojado por la modificación de la ley de aguas de 1999); toda concesión se otorgará por un plazo no superior a 75 años; su otorgamiento será discrecional, pero toda resolución será motivada y adoptada en función del interés público; las concesiones serán susceptibles de revisión y podrán declararse caducadas en determinados supuestos; en situaciones excepcionales el Gobierno podrá adoptar, para la superación de dichas situaciones, las medidas que sean precisas en relación con la utilización del dominio público hidráulico, aun cuando hubiese sido objeto de concesión.
En resumen, se trata de un bien del dominio público del Estado, adscrito al uso general y al servicio público y al que se puede acceder para un uso privativo de forma excepcional o cuasi-excepcional mediante concesión administrativa sometida a una serie de requisitos generales y particulares. El Estado se reserva la potestad de intervenir en situaciones excepcionales, aunque las aguas hayan sido objeto de concesión.
Por último, nada dice nuestra legislación sobre una posible tasa a que se podría someter el uso privativo de este bien público. La consideración decimonónica del fomento de la riqueza nacional podría estar en la raíz de esta consideración, basada en la contraprestación al Estado del incremento de la contribución territorial que conlleva el desarrollo de una actividad económica con un bien público. Pero tampoco existe nada que se oponga a una exacción sobre el uso del agua. Apuntamos aquí que esta posible tasa se ha intentado introducir en la legislación de aguas aprovechando las sucesivas modificaciones de las leyes, si bien de forma harto tímida. En todos los casos ha sido retirada de los anteproyectos de ley antes de su envío a las cámaras legislativas debido a la contundente oposición y presión política del mundo de los regantes. A la vista del agotamiento de los recursos hídricos no asignados aún, así como de lo dispuesto por la Directiva Marco del Agua europea sobre la recuperación de costes como instrumento para la conservación del agua y ecosistemas dependientes, habría que volver a la consideración de establecer una exacción sobre el uso del agua en todas las concesiones administrativas (lo que nada cuesta, poco o nada vale y puede llevar al abuso o despilfarro proscritos por la legislación). En todo caso, lo que queda claro en nuestra legislación es que no se admite ni la especulación ni siquiera el lucro privado con un bien de dominio público.
Hasta la década de los 90 el sistema concesional funcionó como única vía de acceso al uso privativo del agua, con todos los matices y contingencias que se quiera. Pero la crisis del modelo tradicional de aprovechamiento de los recursos hídricos, sobre la que actuó a modo de lupa la sequía de los años 90; la presencia de nuevos actores en el mundo del agua; y la ideología neoliberal que se extendió con fuerza aquellos años, confluyeron en la propuesta de nuevas ideas basadas en la introducción de instrumentos de mercado en un ámbito reservado hasta entonces en exclusiva a las administraciones públicas.
Aunque la cosa empezó en California
Entre los años 1987-1992 California sufrió la que se denominó «la mayor sequía del siglo» que tuvo una duración de 6 años. Como solución ante la crítica situación, al 4º año se puso en marcha con carácter de emergencia un novedoso Banco del agua, gestionado por el Departamento de Recursos Hídricos del Estado. Sus objetivos eran los de obtener agua para usos urbanos, industriales y agrícolas, protección de los ecosistemas hídricos y formar reservas para el siguiente año.
El Banco de agua funcionó durante los años 1991 y 1992. En 1991 el agua comprada por el Banco procedía de agricultores que dejaron de regar pasando sus tierras en barbecho (50%), reservas de embalses locales (20%) y cambio de aguas superficiales por subterráneas (30%). Las principales ventas fueron para usos institucionales (urbanos e industriales, 75%) y conservación del delta del río Sacramento.
El precio cobrado por el Banco fue de 0,185 US$/m³ incluido transporte, inferior a los 0,24 US$/m³ en que se estimaba el coste aplicando las técnicas de ahorro de agua. Las compras por el sector urbano-industrial fueron inferiores en un 11% a «las necesidades críticas» que se habían planteado previamente. Los agricultores sólo adquirieron el 50% de sus peticiones iniciales. El Banco movilizó el 2-3% del agua usada en California y los contratos afectaron solamente a unas decenas de vendedores y compradores (comunidades de regantes y sistemas de abastecimiento). El Banco llevaba una contabilidad aparte del Estado, financiándose mediante recargos en los precios de venta.
Entre los años 1992 y 1994, las transacciones del Banco descendieron por la evolución favorable del régimen hidrológico. A finales de 1994 se volvió a reactivar el Banco ante malas perspectivas para 1995. Pero se utilizó como novedad la compra de opciones como mecanismo de cobertura de riesgos. Se contrataron 380 hm³ por un valor de la opción de 8 milésimas de dólar para un precio de compra de 40 milésimas. Como la situación hidrológica mejoró, la opción bajó a 3 milésimas de dólar por m³ y el precio de compra a 30 milésimas. Finalmente, no se llevaron a ejecutar los contratos, aunque se pagó la totalidad de las opciones a pesar de que muchos contratos habían sido verbales.
Los análisis económicos ex post llegaron a la conclusión de que las regiones cedentes resultaron perjudicadas en su economía y empleo, al contrario que las receptoras, siendo las primeras de menor renta relativa.
Y se reflejó en España
Durante el periodo 1990-95 en nuestro país se dio la confluencia una serie de circunstancias. En primer lugar, sufrió una fuerte sequía con restricciones o limitaciones en el abastecimiento de más de 10 millones de ciudadanos, por lo que se puso en duda la capacidad del sector público para asegurar el abastecimiento de este bien básico.
Por otra parte, el modelo de la política hidráulica tradicional seguido desde el Plan Gasset de 1902 basado en el protagonismo exclusivo del Estado (excepto en los aprovechamientos hidroeléctricos) había entrado en crisis. Habían aparecido en el gran teatro del agua nuevos actores (gobiernos autonómicos, grupos conservacionistas, universidades, empresas y grupos financieros) con críticas hacia el modelo anterior e invocando nuevas respuestas.
Se comenzaron a plantear nuevos enfoques como los métodos de conservación del agua o la denominada gestión integrada de cuencas hidrográficas (véase, por ejemplo, el artículo «¿Nuevas infraestructuras o conservación del agua?» de 1996, aparecido en la Revista de Obras Públicas). En síntesis, se venía a cuestionar la política del agua desde la oferta: ante cualquier necesidad de agua (presentada como demanda), el Estado estaba en la obligación de satisfacerla, otorgando los correspondientes derechos y construyendo las necesarias infraestructuras mediante su declaración de «interés general», sin más limitación que la derivada de los presupuestos generales. Ahora se adoptaba un enfoque inverso: el Estado no podía satisfacer «todas» las apetencias de agua; hacía falta evaluar las factibilidades técnicas, económicas, sociales y ambientales, pasando a un enfoque desde la demanda.
No obstante, conviene hacer un inciso en nuestro discurso para señalar que al enfoque desde la oferta no le ha llegado aún la hora de su funeral. En este sentido el caso del Trasvase Tajo-Segura es paradigmático. Una vez construido el acueducto, ante el fiasco que representa la ausencia de recursos en la cabecera del Tajo, el Estado, atendiendo las apetencias insaciables de un grupo de propietarios de fincas de regadío del Levante, se embarca en sucesivos saltos hacia adelante, rebajando las obligaciones económicas de los beneficiarios, proporcionándoles abundantes ayudas económicas, retorciendo la legislación a su favor, construyendo un rosario de desaladoras (sin apenas funcionamiento ante el rechazo de los usuarios y de los gobiernos regionales), ignorando los resultados negativos de los estudios económicos ex post, y supeditando toda la política nacional del agua a los intereses de un reducido grupo de presión constituido en auténtico lobby.
Sigamos con el hilo que traíamos anteriormente al inciso. La respuesta desde el sector público a la situación de sequía de los años 90 fue decepcionante, pues se reducía a la construcción de más embalses y trasvases cualesquiera que fuese el tipo de problema que se presentase, invocando un quimérico Plan Hidrológico Nacional a modo de deus ex machina. Un ejemplo de esta política fue el proyecto de Plan Hidrológico Nacional de 1993 en una etapa de gobierno socialista, anteproyecto con un sinnúmero de embalses para transformaciones en regadío y una gran fontanería de trasvases que fue rechazado de plano por la intelligentsia en materia del agua e, incluso, por el Parlamento antes de su presentación formal.
Hoy nos sorprende que las primeras ideas acerca de la introducción de los mercados de agua en nuestro país procedieran de grupos intelectuales de izquierda situados más allá del socialismo. Puede rastrearse su inicio en la crítica situación en que se encontró el abastecimiento de Sevilla coincidiendo con la Expo de 1992. Los regantes de la comunidad de Viar llevaron a cabo cesiones de volúmenes de agua para el suministro urbano. Estos hechos fueron alimentando una primera teoría que se apoyaba en un principio de eficiencia, expresión que posteriormente migró hasta convertirse en uno de los mantras del neoliberalismo.
La línea-fuerza del discurso era la de proponer alternativas al simplismo de la construcción de embalses y trasvases ante cualquier necesidad de agua a la que se reducía la visión de la política hidráulica tradicional, alternativas a las que se incorporaba una componente destacada de la conservación tanto del recurso como del medio ambiente ligado al agua (pueden verse al efecto diversos trabajos de José Manuel Naredo y otros en dicha línea). Se hace notar que el gobierno socialista de aquellos años estaba aferrado a la política tradicional de embalses+trasvases contenida en el anteproyecto del Plan Hidrológico Nacional de 1993. Una de las críticas más fuertes que se hicieron entonces era que la política hidráulica tradicional se podría resumir en una magnificación de los recursos y de las demandas y una minusvaloración de los costes.
Pronto tomó el relevo en la deconstrucción de la política tradicional el sector neoliberal que, en síntesis, venía a decir: «una de las críticas que se han formulado al actual sistema de asignación de los recursos mediante el sistema de planificación centralizada ha sido que el sector público no ha cumplido el principio de garantizar el abastecimiento a todos los ciudadanos en las últimas sequías, lo que ha provocado que el agua no sea un bien preferente a la que todos los ciudadanos tengan derecho, impidiendo el acceso a ese bien y rigidizando su uso en sectores de menor valor (Iranzo,1999)». Este discurso tuvo bastante éxito, pero escondía en su interior su propia contradicción: se refería al sector urbano sin considerar que casi el 80% del uso del agua se producía en la agricultura, que sería el sector que obtendría claros beneficios con la mercantilización del agua.
Con la llegada al poder del Partido Popular en 1996 los nuevos gobernantes adoptan plenamente el discurso neoliberal que, en materia de agua, adopta toda su cosmovisión ideológica: preeminencia de los aspectos económicos; condena de la ineficiencia del Estado; entronización de la empresa privada; adoración del mercado; sacralización de las transacciones de cualquier tipo; colaboración pública-privada sesgada hacia el sector privado; «puesta en valor» (léase mercantilización y especulación) de los bienes hasta entonces públicos; etc.
El nuevo credo puede seguirse en diversos escritos del denominado Foro del Agua, constituyendo un resumen el artículo de Fluxá y otros (1997), «El mercado del agua», publicado en la Revista del Instituto de Estudios Económicos (números 1 y 2 de dicho año). Se parte de la consideración plural del agua como bien económico, social y medioambiental. Se da por sentado que las necesidades de tipo social –relacionados con el bienestar y calidad de vida de la población—y de tipo ambiental –mantenimiento de los ecosistemas soportados por el agua—deben tener consideración prioritaria como bien público. Pero en su aprovechamiento para usos productivos (incluidos los suntuarios) el agua debe tratarse como bien económico y escaso.
En el mismo artículo se pasa revista a los criterios básicos o paradigmas de los usos de las aguas españolas. Se considera que deben mantenerse los de unicidad de las aguas (derivados del principio físico del ciclo hidrológico) y su gestión integrada en el marco de las cuencas hidrográficas, el carácter demanial del recurso y la definición del dominio público hidráulico de la Ley de Aguas de 1985. En cambio, para resolver la crisis de la política del agua dando entrada a nuevos instrumentos económicos a fin de mejorar la eficiencia del uso y la gestión del recurso, deberían revisarse los criterios acerca de la gestión pública del agua, así como las condiciones de transferencia de los derechos concesionales y de la asignación y reserva de los recursos que favorezcan la cooperación solidaria. Esta última expresión (la cooperación solidaria) trataba de evitar la falta de incentivos que presenta nuestro régimen concesional, ya que el agua no utilizada por el concesionario es agua perdida, introduciendo un principio de eficiencia que permita reducir dotaciones mediante inversiones en mejoras tecnológicas para la posterior cesión de los volúmenes ahorrados, recibiendo a cambio una compensación económica.
Todas estas ideas previas sobre los mercados del agua se materializaron en la Ley 46/1999 que modificó la Ley de Aguas de 1985 por medio de la introducción de una nueva sección que tenía por título «Cesión de derechos al uso privativo de las aguas». Sin embargo el legislador fue entonces relativamente prudente, pues estableció una serie de requisitos limitativos: solamente se podían transferir derechos entre concesionarios de menor a igual o mayor rango; no podían ceder sus derechos los usos no consuntivos (lo que dejaba fuera a los aprovechamientos hidroeléctricos); sólo se podían transferir los volúmenes realmente usados; la administración se reservaba la no autorización en caso de afectar a derechos de terceros o a los caudales medioambientales, reservándose el derecho de adquisición preferente; no se podían llevar a cabo cesiones que representase trasvases entre distintas cuencas hidrográficas; podía establecer el importe máximo de la compensación, etc.
Es decir, en la ley de 1999 se introducía una cierta flexibilidad frente al régimen concesional tradicional, pero sin pretender alterar los criterios básicos de dicho régimen. El objetivo que se perseguía era ofrecer nuevas posibilidades de obtención de recursos limitados en situaciones excepcionales de sequías prolongadas. Es decir, no se pretendía obtener más agua, solo mejorar la eficiencia de su uso en situaciones de sequía
Pero muchos de los supuestos en que se basaba esta línea de actuación pronto de revelaron equivocados. Los concesionarios no llevaron a cabo «inversiones en eficiencia» para poder transferir ─mediante compensación económica─ los volúmenes ahorrados. Por el contrario, se limitaron a mercantilizar del agua que no venían utilizando (el llamado «mercadeo» del agua). Por otra parte, los planes del Estado de modernización del regadío, con el objetivo proclamado de ahorro de agua, no cumplieron su principal objetivo. Al contrario, las comunidades de regantes se consideraron propietarias de pleno derecho de la totalidad de sus aguas, destinando los volúmenes ahorrados a extender sus zonas regables o a intensificar los cultivos, con lo cual no se produjo ningún ahorro efectivo, resultando la actuación del Estado un tiro por la culata.
Algunos de los contratos de cesión celebrados al amparo de la ley de 1999 se llevaron a cabo porque el Estado estaba modernizando determinadas zonas regables, lo que impedía su riego habitual. En esas condiciones no hubo empacho para ceder los derechos a un precio oportunista de mercado, operaciones «santificadas» por la administración hidráulica que llegó incluso a asumir costes de dichas operaciones.
La cosa llegó a planteamientos estupefacientes: en la borrachera neoliberal por los mercados se llegó a plantear que para facilitar las transacciones de derechos de agua entre distintas cuencas hidrográficas (léase trasvases), el Estado debía construir a su cargo y sin repercusión sobre los usuarios las infraestructuras de conexión, pues se trataba únicamente de rebajar los «costes de transacción» del mercado, lo que se venía a decir que constituía una misión del Estado.
Posteriormente, y mediante disposiciones de rango legislativo o reglamentario tan pintorescas como la Ley de Evaluación Ambiental o la Ley del Cine, se vinieron a alterar sustancialmente las condiciones anteriores de la Ley de 1999, introduciendo sucesivas modificaciones con destino a un caso particular: se trata de remediar el fracaso del Trasvase Tajo-Segura (por el gran error cometido en el cálculo de aportaciones en la cabecera del Tajo) mediante la compra de volúmenes concesionales de regantes del Tajo, sin respetar el título habilitante, ni los volúmenes realmente consumidos, sin respeto alguno a los caudales medioambientales del Tajo, ni el estado de los ecosistemas ligados al agua, ni las legítimas expectativas de una cuenca con derecho legal preferente. Todo se avasalla amparándose en normas ad hoc para el beneficio de un reducido grupo de empresarios de terrenos de riego del Sureste que emplean mano de obra inmigrante en condiciones poco transparentes. Triste deriva que han tomado los mercados del agua en nuestro país.
Las principales modificaciones que se han introducido en los últimos años han sido: posibilidad de transferencia de recursos de usuarios de zonas regables aunque no dispusieran de un título concesional; el volumen que se podía transferir podría ser el total del nominal asignado, no el realmente utilizado, con lo que se podía afectar a terceros que utilizaban los retornos y se «creaba agua» en situaciones de sequía; posibilidad de transferencias incluso en zonas que tenían asignados volúmenes, pero en las que no se había llevado a cabo aún la transformación en regadío; olvido o ignorancia de los caudales medioambientales de los cursos afectados por las transferencias; eliminación de la limitación de transferencias desde los usos de menor rango a los de igual o mayor; posibilidad de utilizar las infraestructuras de transporte entre ámbitos de distintos planes hidrológicos para la transferencia de recursos, abriendo la puerta a trasvases encubiertos, en contra de la legislación que reserva los trasvases a leyes especiales o a la ley del Plan Hidrológico Nacional; olvido de que la legislación de tipo general prohíbe lucrarse y especular con bienes de dominio público, planteando operaciones encubiertas que tiende a beneficiar a grupos de usuarios cedentes y cesionarios con consentimiento de la Administración; etc. Todo esto, por ahora, pues han aparecido las opciones y futuros en los contratos de cesión de derechos como mecanismos de cobertura de riesgos tomando el ejemplo de California, con lo que se da un primer paso del mercadeo a la ingeniería financiera del agua.
Paralipómena
Cuando se instauró la figura de la concesión administrativa en la venerable Ley de Aguas de 1879 (con traslado en sus rasgos generales a la legislación actual), la situación socio-económica era muy distinta de la actual. Hacia 1900 las dos terceras partes de la población trabajaba y residía en el campo, las aguas eran casi en su totalidad fluyentes careciendo de regulación, y su aprovechamiento constituía en muchos casos una defensa frente al hambre mediante la producción de alimentos de subsistencia. En esa tesitura los legisladores instituyeron un procedimiento para fomentar la riqueza nacional impulsada por el Estado: la concesión administrativa de las aguas superficiales (las subterráneas quedarían en el dominio privado hasta la ley de 1985). Ahora, en nuestro tiempo, la mayoría de la población reside en ciudades y su contacto con el agua se efectúa mediante un contrato suscrito con la compañía de suministro (pública o privada). La solicitud de concesiones para el uso privativo del agua se reduce a dos tipos de agricultores: los de pequeña entidad, ligados aún a la tierra, con peticiones de volúmenes de pequeña o media cuantía; y los grandes o medios empresarios agrícolas, sin apenas contacto directo con la tierra, que utilizan el agua con el único objeto de lucrarse o especular con un bien gratuito de dominio público afecto al interés general. ¿No resultaría conveniente revisar el sistema concesional para adaptarlo a la realidad actual, cuando han cobrado fuerza las consideraciones de equidad social y protección ambiental de los recursos naturales? (Véase al efecto la encíclica del Papa Bergoglio «Laudato si¨»).
La tramitación administrativa de una concesión de aguas puede llevar a la desesperación al administrado, pues en ocasiones su resolución puede tardar varios años. La figura de la autorización provisional por dos años, que pretende encubrir la ineficiencia de la tramitación normal, no es de recibo. ¿No resulta impresentable que en la era de las TIC la administración siga sin informatizarse, recordando la época de los expedientes con balduque? ¿No resultaría posible aplicar técnicas modernas de registro que permitiera resolver con agilidad los expedientes sin merma de las garantías necesarias?
De cara a la mejor ordenación y gestión de los recursos hídricos, ¿resulta adecuado que las concesiones se otorguen por un plazo de hasta 75 años, lo que resulta conceder a cuasi-perpetuidad la propiedad de un bien público al sector privado?¿Qué actividad económica privada aceptaría considerar un plazo de recuperación de la inversión de 75 años?¿Qué ordenación y gestión del recurso –en sus aspectos económicos, sociales y ambientales—pueden llevar a cabo las administraciones públicas ante plazos tan dilatados de «secuestro» del agua?
En determinados ríos o tramos de ríos, el cúmulo de concesiones a lo largo de los años ha conducido a una situación en la que los volúmenes concedidos superan en más de tres veces las aportaciones medias anuales. A pesar de que los títulos concesionales no garantizan la disponibilidad de caudales, ¿tiene esto sentido en la sociedad actual en la que las Administraciones públicas deberían asegurar los factores de producción, la equidad social y el cuidado medioambiental?
Los grandes y complejos sistemas de abastecimiento de las conurbaciones urbanas requieren concesiones en sus puntos de toma por cuantía igual a la capacidad de la planta a la que entregan sus caudales. Esto lleva a que dispongan de concesiones varias veces superiores a sus necesidades, con el fin de evitar contingencias de las redes de transporte y distribución. De forma análoga se presenta la casuística de grandes sistemas de producción hidroeléctrica. También se presentan situaciones en la que resulta necesario disponer de concesiones que solamente se utilizarán en situaciones de sequía o escasez. Se trata en definitiva de concesiones de garantía (aguas superficiales y subterráneas). La legislación actual no contempla este tipo de situaciones complejas ni permite claramente su tratamiento, pues hereda la situación decimonónica de una sola toma con un usuario o conjunto de usuarios bien definido y que utilizarán los recursos con el ciclo anual.
En determinadas cuencas hidrográficas se está propugnado el denominado «cierre hidrológico de la cuenca» (caso del Guadalquivir), indicando con esta expresión la situación en la que los volúmenes ya concedidos superan los recursos medios disponibles. Esta situación llegará a ser más frecuente en el futuro, sobre todo si se tiene en cuenta los efectos del cambio climático. Sería necesario preparar los instrumentos jurídicos para hacer frente a estas situaciones, entre las que había que considerar: desafectación de regadíos (planes de reconversión, como en los casos del sector naval, de la siderurgia o de la minería), rescate de concesiones, exacciones por el uso del agua, bancos de agua gestionados por la administración, etc. Es decir, considerar la concesión administrativa como parte de la política de agua.
Los mercados de agua, bajo la rúbrica de cesión de derechos al uso privativo del agua, ni han cumplido la finalidad con que fueron imaginados ni han cumplido las expectativas generadas en la Ley de 1999. Los cedentes no han mejorado sus aprovechamientos para ceder el agua sobrante, pues se da la paradoja de que en ese caso hubieran sido objeto de revisión de su concesión, sin posibilidad de la mercantilización de los sobrantes. Las zonas de riego modernizadas por el Estado con la finalidad expresa de ahorro de agua, no solo no han conseguido este objetivo; al contrario, la modernización se ha traducido en muchos casos en un mayor uso de recursos. En cuanto a la figura de los Bancos del agua, a imagen de los californianos, pensados para situaciones de sequía, en la práctica están inéditos, pues le es más fácil a los grupos de presión reclamar el amparo del Estado (mediante presión política) que intercambiar derechos de forma transparente de cara a Hacienda y con pago del IVA de los contratos.
Las modificaciones legales o reglamentarias introducidas en las cesiones de derechos con posterioridad a 1999 (Ley de Evaluación Ambiental y Ley del Cine principalmente), tenían por finalidad legislar para un único caso particular: el Trasvase Tajo-Segura. Ante la falta de recursos de la cabecera del Tajo que dejaba con perdigones en el ala a la que se ha considerado opus magnum de la ingeniería hidráulica española, se recurrió a sacar agua jurídica o de papel estrujando la cuenca del Tajo. De esta forma se posibilitó la cesión de derechos por parte de usuarios aunque no tuviesen título concesional habilitante; se permitió la cesión del total nominal, por encima del volumen realmente utilizado, sin consideración a derechos de terceros a los retornos, ni a la circulación de los caudales ecológicos, ni a la conservación de los ecosistemas ligados al agua; se permitió la especulación y el lucro privado con un bien del dominio público, prohibido por nuestra legislación, con el «celestineo» en muchos casos de la propia administración.
En la realidad, el mercado (o mercadeo) de agua se ha limitado a introducir un lucro entre unas determinadas comunidades de regantes; las cedentes, comerciando especulativamente con un bien concesional en unos años en que no podían usarlo o por no haber aún efectuado la transformación en regadío de sus tierras; los receptores lucrándose con las ayudas y exenciones recibidas del Estado, lo que les representa un negocio en sí aun haciendo abstracción de la utilidad del agua como factor de producción.
En conclusión: a la vista de lo expuesto se propugna: a) la revisión de nuestro decimonónico régimen concesional, adaptándolo a las necesidades de nuestro tiempo; b) la eliminación del mercadeo del agua en nuestra legislación, reforzando las clásicas características de los recursos hídricos de bienes públicos pertenecientes al dominio hidráulico del Estado afectos al uso general y al servicio público, ajenos al comercio, sobre los que el lucro privado y la especulación están prohibidos, además de eliminar la cesión de derechos entre cuencas hidrográficas distintas que encubren trasvases; c) el desarrollo del instrumento de los Bancos del agua de la cuenca, gestionados con total transparencia por las administraciones públicas, con contabilidad aparte, activados en situaciones de sequía, con la misión de gestionar mejor los escasos recursos de su cuenca y no de disponer de mayores volúmenes o trasvases; d) una conexión más estrecha entre las unidades de planificación y régimen concesional de los organismos de cuenca, como administración del agua más próxima a los ciudadanos, con la finalidad de llevar a cabo una gestión racional, eficiente, equitativa y sostenible de los recursos hídricos, en contra de los vientos de centralización imperantes en los últimos tiempos que solamente esconden un trato de favor a determinados grupos de usuarios o lobbies declarados.