Del aprovechamiento de las aguas a su buen gobierno
La tesis que mantenemos es la siguiente: el régimen concesional es una parte muy importante de la política de aguas de nuestro país; quizá el cimiento en que se apoya nuestro derecho de aguas y, por consiguiente, registro que ordena los usos y aprovechamiento de los recursos hídricos. Pero constituyendo una parte importante, no se trata una rueda loca ni de una acción independiente desligada del resto de los componentes de una política de aguas. Dicho régimen concesional ha evolucionado de forma inescindible con los cometidos asignados a los órganos de administración del dominio público hidráulico, y ambos en paralelo con las ideas sociopolíticas dominantes en cada época. O, por lo menos, debería haberlo hecho y, en todo caso, debería hacerlo.
La situación hasta 1900: el liberalismo
Las leyes de aguas de nuestro país de 1866 y 1879 nacieron en tiempos de regímenes políticos liberales, con su credo de laissez faire, laissez passer. El Estado otorgaba concesiones para la construcción de líneas férreas o para canales con destino a la transformación de terrenos en riego por los particulares, pero la iniciativa correspondía a los particulares, reservándose el Estado el mero papel de «guardia de la circulación».
La acción hidrológica en la España del siglo XIX arranca con la creación en 1865 de las Divisiones Hidrológicas (10 en esa época fundacional), organismos que conocerán una serie de vicisitudes: suprimidas en 1871, restablecidas en 1876 (pasan a 5), reajustadas en 1881 (se amplían a 7) y 1886 (quedan solamente 3), nuevamente abolidas en 1899, reaparecen con el nuevo siglo convertidas en Divisiones de Trabajo Hidráulicos con el ministro Gasset (Mateu Ballés, 1995).
Los cometidos de las Divisiones eran los de «obtener una estadística general de las aguas, de sus aprovechamientos actuales y de los perjuicios que la falta de un buen régimen ocasiona en la salubridad y riqueza pública». Sin embargo, los expedientes de concesión de aguas eran tramitados por las Jefaturas provinciales de obras públicas, lo que causaba frecuentes problemas de descoordinación y demoras, obligando a las Divisiones Hidrológicas a centrarse en los aforos de estiaje. Estos datos prolongaban durante años la tramitación de los expedientes. Cada solicitud de nueva concesión exigía conocer el estiaje mínimo para así acallar a los usuarios ya establecidos. Éstos sistemáticamente cuestionaban la representatividad del caudal aforado en una campaña y solicitaban su repetición en años sucesivos.
Fue muy desigual ─y en general escaso─ el trabajo llevado a cabo por la Divisiones Hidrológicas. Las críticas aparecen desde 1896. Divisiones mal dotadas, escasez de técnicos, destinos escasamente valorados, con gran movilidad y estancias cortas (entre 1865 y 1900 fueron destinados 130 ingenieros a las Divisiones, rara vez llegaban al año en sus destinos); frecuentes vacantes; escaso prestigio corporativo y social. Estos pecados originales parece que se han mantenido hasta las fechas actuales.
1900. El paso del liberalismo al intervencionismo
El año 1899 constituye una fecha clave en la política hidráulica de nuestro país. En dicho año, el Cuerpo de Ingenieros de Caminos, al celebrar el primer centenario de su fundación, presentó al Ministerio de Fomento el «Avance de un plan general de pantanos y canales de riego», que constituyó el inmediato precedente o borrador del Plan Gasset de 1902, que tendría una vigencia de un cuarto de siglo. Puede afirmarse que el «Avance» pone fin a la política liberal dominante hasta entonces en la materia y marca el comienzo de las realizaciones hidráulicas a cargo del Estado que han prevalecido a todo lo largo del siglo XX.
Durante 1899 la Revista de Obras Públicas publica numerosos artículos en defensa de la nueva política hidráulica que constituyen «un auténtico clamor» a favor del protagonismo del Estado. Aparecen como autores José Echegaray, Amós Salvador, Ramón García Hernández, Diz Bercedóniz, Mariano Royo, Morales Amores, etc. y se reproducen los artículos que publica Rafael Gasset en El Imparcial (se decía que un editorial de este diario podía hacer caer a un gobierno). La principal queja de la época se dirigía hacia «los sistemas individualistas que han predominado en los últimos tiempos y que de la cátedra y del ateneo han logrado infiltrarse en nuestra legislación» constituyendo «una barrera formidable opuesta al progreso del riego agrícola», como se expresa en el «Avance».
El Plan Gasset de 1902, junto con la Ley de Auxilios de 1911, asentaron las directrices de la acción del Estado en materia de aguas para todo el siglo XX. Las actuaciones fueron escasas en el primer cuarto de siglo debido a la melancolía de los fondos públicos. En 1926, con la creación de la Confederación Sindical del Ebro y durante el periodo republicano se acometieron algunas obras de interés y se redactaron planes de desarrollo agrícola (Plan de Obras Hidráulicas de 1933 del ministro Indalecio Prieto y el ingeniero Lorenzo Pardo), interrumpidos por la Guerra Civil y la larga autarquía de la posguerra. Sin embargo, las actuaciones respecto a «la estadística general de las aguas», cometido básico en que se apoya el régimen concesional, no progresó al ritmo de las realizaciones; basta comprobar que en el Plan de Obras Hidráulicas de 1933 solo se presentan aforos de 65 puntos en toda España, con series cortas o muy cortas y con datos de dudosa calidad.
Durante el periodo de la posguerra tuvo un papel destacado el Instituto Nacional de Colonización (después IRYDA), que constituyó un Estado dentro del Estado, pues sus cometidos se extendían a la creación de nuevos pueblos, caminos, electrificación, transformaciones en riego, suministro de aperos y otros medios, créditos a los «colonos» instalados, etc.
Sería del mayor interés establecer cómo funcionó el régimen concesional de las aguas desde principios de siglo hasta la creación de las Comisarias de Aguas (1957) en sus aspectos institucionales, legales, administrativos, personal, medios, resultados, etc., así como su encaje dentro de la política general de aquellos años. Igual puede indicarse para la labor de las ya Comisarias de Aguas desde su creación hasta su inclusión dentro de las Confederaciones Hidrográficas.
En la década de los 60 se entró de lleno en las realizaciones hidráulicas, pero con un curioso matiz: para las transformaciones en regadíos por medio de los planes coordinados entre «obras públicas» y «agricultura» apenas se le daba importancia a los aspectos concesionales; de hecho, décadas después, las grandes zonas regables del Estado carecían de títulos legales de derechos al uso del agua. Cuando se quiso poner en marcha las transferencias de derechos de uso del agua y las autoridades se dieron cuenta de tal situación, tuvieron que «imaginar» un real decreto para solventar la situación ilegal o alegal del uso del agua en dichas áreas. Lo que nos lleva a pensar que escasa fue la labor de las Comisarias de Aguas en aquella época, pues las unidades de construcción «pasaban» de los temas concesionales. O en otras palabras: la legalización del uso del agua se supeditaba o tenía un interés secundario respecto al «Estado de obras».
1990-2000. Del intervencionismo al neoliberalismo
Pero si 1899 se puede considerar como un hito en nuestra política hidráulica, que puso fin a un periodo liberal y marcó el comienzo del decidido protagonismo del Estado en las realizaciones hidráulicas, dando lugar a lo que se ha denominado «el siglo de oro de la ingeniería hidráulica española», cien años después nos encontramos ante una nueva crisis; pero ahora las posiciones están invertidas. Se admite que se ha producido una crisis del modelo «tradicional», denominando como tal al intervencionista del último siglo.
El debate que se estaba produciendo a finales de siglo en los países desarrollados sobre las infraestructuras y los servicios, en el marco de la globalización económica, la competitividad, la eficiencia y el empleo, no podría dejar de lado al agua, recurso considerado como bien plural: indispensable para la salud, calidad de vida y para el sostenimiento de los ecosistemas ligados al medio hídrico, pero también, y en una parte muy importante, como bien económico y productivo.
El nuevo punto de vista partía del reconocimiento de que en las áreas desarrolladas en las que se produce una elevada presión sobre los recursos (entre las que se pueden incluir gran parte de nuestro territorio) se estaba produciendo a nivel mundial una crisis del modelo tradicional. Entre las causas que conducen a la crisis se podían señalar, en primer lugar, la aparición de nuevos actores en la escena del agua que alteran las redes sociales tradicionales. Los poderes políticos regionales y locales reclamaban un papel más relevante en las decisiones y en la gestión del recurso. La aparición de movimientos asociativos de tipo ecologista o conservacionista, que planteaban nuevos valores o puntos de vista sobre el agua. El desarrollo de asociaciones de usuarios o consumidores, que reclamaban mayor intervención en los procesos. La aparición de comunidades profesionales, que exigían incluir mayores consideraciones económicas, sociológicas, biogeológicas o de ordenación del territorio en la gestión del agua. La participación creciente del sector privado en la financiación y gestión de las infraestructuras y servicios rentables.
Junto a ellos aparecieron nuevas corrientes ideológicas o políticas de corte neoliberal que propugnaban reexaminar los papeles de los sectores públicos o privados en la implantación y gestión de las infraestructuras y los servicios, empujados por la crisis del estado de bienestar y las deficiencias e ineficiencias de la gestión pública, que se generalizaba excesivamente por el ejemplo de los países de planificación económica centralizada.
Completaba el panorama la creciente competencia por el recurso ante problemas de escasez, la lucha contra la degradación de la calidad del recurso y su entorno, y la necesidad de incorporar los avances tecnológicos (ahorro, reutilización, desalinización, etc.). Todo ello reclamaba nuevos criterios con mayor contenido económico en los usos productivos del agua, orientando las acciones hacia la eficiencia y la flexibilidad, aprovechando adecuadamente los instrumentos de mercado, reconociendo ─se afirmaba─ que son los que gobiernan en buena medida las actuaciones sociopolíticas del momento y aceptando un mayor papel por parte de la sociedad civil. A la vez se reconocía que el agua como bien ambiental y relacionado con la calidad de vida, debía seguir sujeto a la tutela de la administración pública.
La crisis del modelo tradicional hizo su aparición en nuestro país por los problemas de la sequía 1992-96, por las necesidades de ajuste de los presupuestos públicos y por el rechazo social al Plan Hidrológico de 1993, que tenía la pretensión de constituir «la culminación de nuestra política hidráulica tradicional».
A partir del año 2000 comienzan a aflorar nuevas ideas con el fin de adaptar la política de aguas «oficial» a las realidades de nuestro tiempo. Así se propugnaba que frente a la primacía de las unidades tradicionales de construcción de infraestructuras se debería dar mayor relevancia y protagonismo a las unidades de explotación y gestión. Se exponía que frente al corto periodo de tiempo que dura la construcción de infraestructuras hidráulicas, la explotación, conservación y mejora de las mismas se extiende durante periodos de tiempo dilatados. Se pensaba que «se construía para explotar» y no como un fin en sí mismo. Fue inútil, pues los nuevos aires soplaban en la dirección de la privatización de los servicios públicos, la «puesta en valor» del patrimonio histórico, los beneficios inmediatos y la ingeniería financiera.
El sector público del agua seguía con la inercia de la construcción de presas, proclamando que España, con unas 1300 presas construidas, era uno de los 3-4 países con mayor número de presas del mundo. A lo que alguien, a la vista de nuestro ranking en el concierto económico mundial, objetó: ¿no serán demasiadas? Tampoco se caía en la cuenta de que la mitad de las grandes presas españolas generaban un embalse de capacidad menor de 1,5 hm³. Es decir, lo grande era el muro, pero no el vaso. Pero se había caído en la inconsecuencia de «la regulación», considerando que cualquier embalse que tenía por objetivo regular las corrientes era bueno per se, con frecuente olvido de las necesidades que había de atender. Era un enfoque exclusivo desde la oferta; en algunos casos se construía un embalse porque había buena cerrada, sin preocuparse del destino de los volúmenes almacenados. Se regulaba por regular, sobredimensionando la capacidad de los embalses, dando lugar a embalses que almacenaban muy escasos volúmenes durante largos años o décadas (se propuso el nombre de regulación hipersecular exagerando la regulación hiperanual). Se había producido un desenfoque respecto a las verdaderas necesidades, la rentabilidad económica, la economía de escala, etc. Se inflaban las necesidades y los recursos, y se minusvaloraban o escondían los costes reales. Pero se trataba de un crítica «mal vista», cuando no rechazada o incluso perseguida. La última aberración del modelo tradicional consistió en el plan fontanero de trasvases de 1993 entre todas las cuencas, que solo veía H2O en el agua, plan que se podía calificar de «abstracto». En síntesis se trata de un modelo agotado, pero no sólo en cuanto a realizaciones sino también ─y lo que resultaba más decisivo─ intelectualmente, en el terreno de las ideas. Sin embargo, tanto el Libro Blanco del Agua de 2000, como su apéndice del Plan hidrológico nacional subsiguiente, aparte de un fárrago de cifras, figuras y páginas, no aportaron novedades en el enfoque y las ideas respecto al Plan de 1993, limitándose solamente a rebajar algo algunas de sus propuestas.
Proyección futura: ¿del neoliberalismo al neointervencionismo?
A principios del siglo XXI afloran los nuevos problemas físicos o hidrológicos relacionados con el agua. En primer lugar se detecta un descenso de los recursos, achacables al cambio climático, pero también al poco rigor de los estudios y evaluaciones anteriores, quizá demasiado condicionados por la vorágine y el interés en construir infraestructuras (presas) a toda costa y en cualquier situación, con independencia de las necesidades. Por otra parte, las demandas alcanzan o superan a los recursos medios disponibles (por no decir «regulados»), no resultando infrecuente que los títulos concesionales superen en dos, tres o más veces dichas disponibilidades medias. La praxis de la planificación hidrológica encara el problema mediante la asignación de la totalidad de los recursos a las demandas actuales y futuras, lo que deviene en planes cerrados. Se supone que la mente de los planificadores han tenido una absoluta visión del futuro, a modo de la mente divina, sin dejar ningún grado de libertad ad futurum. Por si fuere poco, una región, la Comunidad Valenciana, incluye en su Estatuto de Autonomía, el derecho a apropiarse de las agua que no estén asignadas en otras comunidades.
A la vez surgen nuevas ideas acerca del uso de los recursos. Las demandas ambientales, demandas ecológicas, caudales ambientales o caudales ecológicos (que de todas estas formas y maneras pueden y suelen llamarse) aparecen en escena con una idea simple: que nuestros ríos no dejen de ser ríos. Claro que como resulta que en muchos casos no hay recursos para los usos productivos (primeros en el tiempo y en derechos) y el mantenimiento ambiental del medio hídrico, inexorablemente ceden los usos no productivos, bien sea mediante disposiciones legales ad hoc o mediante el simple olvido de los mismos.
También aparece en escena una nueva idea que no ha tenido un claro reflejo en nuestro país. Los planes del agua de California, que han servido de inspiración a los españoles, a partir de determinado momento introducen junto a los recursos medios los mínimos, contemplando en el proceso de planificación ambas situaciones. En España preferimos seguir fijándonos de modo general en los recursos medios, a ser posible con series largas que magnifican los recursos y evitan los años «demasiado» secos imaginando procedimientos y algoritmos que los eviten. Así se introducen en la planificación los conceptos de garantía, cuyo resultado práctico es justamente el contrario de lo que indica sus nombre. La gestión de las sequías se confía a unos planes especiales de remediación que no de prevención, con ninguna virtualidad, pues se fijan para la situación estática existente en la fecha de su elaboración, sin posibilidad del dinamismo que exigen las obligadas revisiones periódicas. La principal crítica que se puede hacer a dichos planes es la consideración de que las sequías se combaten desde la normalidad, y que su gestión no debe singularizarse; por el contrario, debe incorporarse a la gestión ordinaria. Se debe planificar y gestionar siempre con la vista puesta en las situaciones de sequía, concepto muy alejado de la mentalidad de los principales usuarios del agua, que son de visión cortoplacista.
Dejando ahora aparte los problemas que plantean las privatizaciones de los servicios públicos (la puesta en valor, traducible por sacar beneficios de un bien público), así como otras consideraciones relacionadas con el recurso, como podrían ser las directivas europeas sobre el agua, sobre los vertidos o sobre las avenidas, podemos volver a nuestro planteamiento inicial sobre el régimen concesional. Pero antes haremos una reflexión marco, a modo de introito.
Hacia 1900 se dio con una idea-fuerza que ha gobernado la política del agua durante el siglo XX: el aprovechamiento de las aguas para el riego mediante la iniciativa del Estado, la llamada política hidráulica de Joaquín Costa. El tribuno aragonés, que resumía sus ideas en «despensa y escuela», clamaba por la realización de un programa de obras de riego «que cumplía seguir a la nación para redimirse». Esa política, desarrollada en sus aspectos prácticos por el ministro Gasset (Plan de Obras de 1902 y Ley de Auxilios de 1911), ha tenido ─sin duda alguna─ un gran éxito al permitir el inicio del desarrollo de nuestro país por medio de la producción de alimentos, superando las situaciones de hambruna de principios de siglo. A la vez, se ha dotado al país de unas infraestructuras hidráulicas impresionantes, suficientes para situarlo a salvo de las contingencias climáticas. Todo ello en el supuesto de que la conservación de dichas infraestructuras no se deja caer en la desidia, al centrar la atención y los medios en nuevas realizaciones con las que «cortar cintas inaugurales». A las obras con destino al riego se añadieron en la posguerra la construcción de saltos hidroeléctricos por parte de las compañías eléctricas, que evitaron o paliaron las restricciones energéticas, apuntalando también el inicio del desarrollo.
Pero este programa en sus rasgos principales se podía considerar agotado hacia 1990. Ya mucho antes se habían presentado algunas críticas no desdeñables. Manuel Azaña escribía en 1923. «Todo Costa es, seguramente realizable el día menos pensado, sin que desaparezcan ninguna de nuestras aspiraciones actuales». Las «aspiraciones actuales» a las que se refiere Azaña se basaban, por cierto, en la acción por parte del Estado para elevar el nivel material y cultural de los españoles.
Entre 1990 y 2000 surgen nuevas ideas para afrontar la denominada «crisis del modelo tradicional». Las que terminan imponiéndose de modo parcial tras el fracaso del Plan Hidrológico Nacional de 1993 se basan en establecer el mercado del agua, siguiendo primero el modelo de los bancos del agua de California, puesto en marcha como respuesta a la sequía de los primeros años 90, y rebasándolo progresiva y posteriormente con nuestra propia legislación. Dicha liberalización y mercantilización del recurso choca frontalmente con nuestro régimen concesional basado en la consideración del agua como bien público, fuera del comercio y afectado al uso público e interés general. Se les concede a los intereses particulares un medio (el agua) con la que especular y enriquecerse; oportunidad, que no van a desaprovechar. Como consecuencia el régimen concesional queda relegado, burlado con frecuencia, y con el resultado de ponerlo a veces al servicio de intereses espurios.
Y por fin llegamos al nudo gordiano de la cuestión: ¿qué hacer?¿Será posible encontrar una nueva idea-fuerza que permita gobernar el caos actual (de ideas, de actuaciones, de legislación, de gestión) del mundo del agua? Como ha señalado un autor, a la magnificencia de las críticas suele seguir el capitulillo de las soluciones. Ahora se trata tan solo de esbozar unas ideas.
La idea-fuerza que se propone para las próximas décadas es la de el buen gobierno del agua. Al igual que Joaquín Costa resumía en su política hidráulica todo un programa de política económica, hemos buscado una expresión globalizadora de las nuevas necesidades que plantean las circunstancias actuales del mundo del agua, Pretende englobar las perspectivas plurales del recurso: productivas, sociales, ambientales, culturales, deportivas, terapéuticas,… Pretende incluir diversas visiones: desde «el agua no es un bien comercial como los demás, sino un patrimonio que proteger, defender y tratar como tal» (considerando 1 de la Directiva Marco del Agua), hasta la participación de los usuarios, tanto los tradicionales como de los que representan nuevas visiones del recurso y su entorno.
La labor para concretar y poner en marcha una nueva visión es ardua. Requiere, ni más ni menos, revisar la organización institucional, reforzando los órganos adecuados a la nueva situación: por ejemplo, potenciando las unidades de explotación y gestión, de administración del dominio público y planificación hidrológica frente a las de construcción de obras. Requiere afrontar una nueva ley de aguas frente al desorden actual (son innumerables y en ocasiones contradictorios los remiendos sobre remiendos que ha sufrido el actual Texto refundido de la ley de aguas, lo que le lleva a estar «superfundido»).
Pero no se trata de caer en lo que se ha denominado «prolijidad muy a la española» con un nuevo texto de ley de aguas extenso y pormenorizado, cayendo en errores anteriores. Podría ser una ley de bases a modo de «constitución del agua», lo más breve posible, no más de 50-100 artículos, dejando a la farragosidad de los reglamentos los desarrollos y cambios que la evolución de las situaciones demande periódicamente.
El régimen concesional, manteniendo las características del agua como bien público con todas sus consecuencias, debe prohibir expresamente el lucro, la especulación y el mercadeo del agua como bien público, poniendo al día los términos concesionales y el registro de los derechos, estableciendo claros y ágiles procedimientos de reversión y rescate de concesiones, tanto de las abusivas como de las no utilizadas o de las necesarias para otros fines de equidad o conservación ambiental. Para los periodos de sequía o escasez se pueden poner en marcha bancos de agua, gestionados y controlados por la administración pública.
El agotamiento y sobrexplotación de los recursos en unas cuencas hidrográficas y la fuerte escasez en otras, dan lugar a la aparición de situaciones caracterizadas por la degradación ambiental, el declive económico y la desintegración social, situación latente que comienza a manifestarse en las denominadas «guerras del agua». Frente a estas situaciones se propone una unión estrecha entre la planificación, la gestión del dominio público y la explotación de los recursos en los organismos de cuenca, utilizando bases de datos comunes. Por su parte, la Dirección General del Agua se ha dedicado preferentemente durante las últimas décadas a la gestión de los presupuestos de inversión; debería pasar a dar carácter preferente a las labores de dirección y coordinación de la protección del dominio público hídrico y a una planificación hidrológica con criterios modernos. Para todo ello se deberían dedicar los medios y recursos principales a estas unidades y sus tareas. Pensamos que es éste el punto capital. Sólo de esta forma se conseguiría llevar a cabo la satisfacción de las exigencias sociales y éticas en relación con el agua y su entorno.
En definitiva, una administración ágil y flexible del dominio público y del régimen concesional, ligada a una planificación hidrológica integradora de los diversos usos y usuarios y con el objetivo de la defensa de nuestro patrimonio hídrico, junto a una relación estrecha con las unidades de explotación, parece un camino arduo pero inexcusable. Si bien el Estado «no debe remar sino llevar el timón», será una actuación decidida de la administración pública la que podría paliar los problemas actuales y prevenir los que pueden surgir en un horizonte próximo.