Madrid, un año de finales de los 80. Me encontraba en el despacho de un alto cargo de obras hidráulicas, ingeniero senior. Hacía poco tiempo que había aprobado yo el ingreso en el ministerio y me habían destinado a su unidad. Le estaba visitando para que me aclarase algunos aspectos del endiablado régimen concesional de las dichosas aguas. Recibió una llamada telefónica de nuestro director general. Nos indicó (en la administración no se debía decir «nos mandó»; quedaba más fino lo de la indicación) que al día siguiente asistiésemos a una reunión de la Junta general de la Confederación Hidrográfica del Segura, en Murcia. Digo nos «indicó» porque el mandato iba dirigido al alto cargo y a mí, como joven abogada, para que le acompañase y «fuere haciendo oído», según las palabras del baranda mayor que se me fueron repetidas.
A la mañana siguiente, a la llegada a Murcia, tuvimos el tiempo justo para dirigirnos desde la estación de ferrocarril hasta la plaza de Fontes, sede de la Confederación y lugar de la reunión. Durante las horas de tren tuve tiempo de preguntar a mi jefe por la razón de nuestro viaje. Lo único que pude colegir era que íbamos a «hacer acto de presencia» en representación de nuestro ministerio. Mientras pagábamos el taxi que nos había llevado, echamos una ojeada al denominado palacio de Fontes. «No está mal», comentó mi jefe, «sobre todo teniendo en cuenta que el edificio fue adquirido por los regantes y lo regalaron a la Confederación». Como era yo bisoña, no se me ocurrió otra contestación que recordar el refrán: «el que regala bien vende, si el que recibe lo entiende». Siguió con sus reflexiones: «y en ocasiones llegaron incluso a adelantar las nóminas de los empleados de la Confederación, lo que tiene bemoles». Iba a añadir yo: «y semicorcheas», pero opté prudentemente por callarme.
Subimos las escaleras, adornadas por un soberbio repostero en su mitad. En la antesala del lugar de la reunión encontramos a profesionales de empresas de consultoría, que se encontraban aguardando. Después de los saludos de mi jefe, nos enteramos que todos estaban para la misma reunión, cosa que me extrañó, por la mezcla de intereses de la administración y de empresas de asistencia técnica. Después de pasar a saludar al presidente de la Confederación, que nos agradeció nuestra presencia, pasamos a la sala de juntas.
La disposición de los asientos resultaba chocante. A lo largo de una enorme mesa nos sentamos los representantes de las administraciones públicas y los usuarios. Pero además, había dispuesto un banco corrido, que discurría a lo largo de una pared de la sala, cuyo respaldo era la propia pared, apartado de las mesa de reunión a una prudencial distancia. Aquel banco me trajo a la memoria los asientos de la inglesa Cámara de los Comunes, donde los diputados se sientan apretujados. De momento, el banco estaba vacío.
Después de unos cinco minutos de saludos y parabienes por el presidente, éste se dirigió a los asistentes diciendo que parecía oportuno esperar diez minutos antes de hacer pasar a las otras personas y entrar en el orden del día. Plazo que se consumió hablando de fútbol y otras bagatelas, lo que me pareció sorprendente y no precisamente edificante. Transcurrido el plazo, el presidente indicó a un ordenanza que hiciera pasar a las personas que habían quedado fuera. Éstas, disciplinadamente, pasaron y ocuparon el estrecho banco sin respaldo, apretándose entre sí. No abrieron la boca durante el transcurso de la reunión, ni se les preguntó cosa alguna.
No recuerdo absolutamente nada de lo tratado en la reunión, que me pareció banal e intrascendente a pesar de que era mi estreno «administrativo». Solo recuerdo que en los embalses había bastante agua acumulada y que no se preveían problemas para la campaña de riego. También recuerdo la intervención de un ingeniero de la Confederación, de nombre La Cierva (muy apropiado en esa región), que parecía tener las gafas esmeriladas, pero que observadas con más atención, ponían de manifiesto su falta absoluta de limpieza; este ingeniero hizo una alabanza de los regantes, que me pareció que no venía a cuento, pero que fue muy celebrada por los asistentes.
En el tren de vuelta, mi jefe me comentó que lo que sucedía era que «los» de la Confederación eran a su vez regantes, actuando de administración por la mañana y usuarios por la tarde, lo que explicaba las bajísimas tarifas que se aplicaban a los riegos, la falta de vigilancia que se hacía del agua y la ausencia de fiscalización de las cuentas económicas de los sindicatos de riego, en especial los del Trasvase Tajo-Segura, que nadaba en la abundancia. Me vino a decir: «antes, por cuestiones del agua enseguida cogían las escopetas; ahora, sacan la gente a la calle y a ningún gobierno le gusta ver las manifestaciones de agricultores en la televisión, por lo que los políticos les dan la razón en todo».
Pero antes, finalizada tan encumbrada reunión y después de darnos los dos «embajadores» un homenaje en «El Rincón de Pepe» a cuenta de las dietas, habíamos tomado el tren de regreso a la Corte con la satisfacción del deber cumplido. A mí, aquella primera actuación como funcionaria, aunque no abrí la boca en la reunión, me pareció una especie de cuento de hadas.