El pasado 15 de mayo, festividad de San Isidro Labrador, patrono de la ciudad de Madrid, se pudo ver como una enfervorizada multitud acudía como en años anteriores al rito de beber el agua de la fuente de San Isidro, situada en una pared lateral de la ermita. En una placa, junto a la fuente, pueden leerse unos versos alusivos a la milagrosa fuente de la pluma de Lope de Vega, que terminan diciendo: «que como es fuente de fe / no puede faltarle Dios». Entre los milagros que se atribuyen a sus aguas figura la curación del niño futuro rey Felipe II, aquejado de «fiebres cuartanas». Las líneas que siguen tratan acerca de la curiosa procedencia del agua de la fuente.
Todo comenzó en 1981, recién terminada la carrera de Ciencias Geológicas. Junto con otra compañera de curso y de mesones, tuvimos la idea, ni cortas ni perezosas, de proponerle al Ayuntamiento de Madrid que llevase a cabo un estudio de las características geológicas, geomorfólogicas, geotécnicas, hidrogeológicas y de rocas industriales del término municipal de la capital. Se trataba, ahora lo vemos, de crearnos nuestro propio puesto de trabajo mediante un «emprendimiento», pues solo llevábamos unas pocas cuartillas escritas. La idea la habíamos tomado de lo que se había propuesto en la ciudad de México, claro es que allá tenían problemas del subsuelo (extracción de aguas subterráneas y subsidiencia del terreno) mucho más grandes y graves que en Madrid.
Nuestras sorpresa fue que el entonces concejal Juan Claudio de Ramón tomó en serio y con gran entusiasmo el proyecto en sus manos, e hizo una notable convocatoria de próceres distinguidos en los distintos temas propuestos. Poco después, en enero de 1982, se firmó un convenio de colaboración entre el propio Ayuntamiento y una serie de organismos públicos y la Universidad Complutense, que se encargaron de desarrollar las diversas áreas del proyecto. Entre ellas estaba la hidrogeología del subsuelo madrileño, que se llevó a cabo por el extinto Servicio Geológico de Obras Públicas y, dentro de dicha área, el apasionante tema del abastecimiento histórico de la «villa y corte» hasta la llegada a la capital de las aguas del Canal de Isabel II, ya transcurrida la primera mitad del siglo XIX.
Con esta introducción, estamos en condiciones de referirnos ahora a la alimentación de la fuente de San Isidro. Un día de primavera de 1985, pude organizar una visita al «viaje de agua» de la fuente de San Isidro gracias al ofrecimiento de unos oficiales del Ayuntamiento encargados del mantenimiento de las galerías del subsuelo madrileño. Invité a la visita a un ingeniero del Servicio Geológico que coordinaba la hidrogeología. Pasamos al cementerio anexo a la ermita («La Sacramental») y allí, junto a una tumba, nos revestimos no de pontifical, sino de unos monos, botas de goma y casco chichonero, como nos indicaron los que poseían «expertise» en las tareas de recorrer los minados de las aguas.
A continuación pasamos a ejecutar la difícil tarea de bajar por una escalera de pates que apareció al retirar la losa de una de las tumbas. En ese momento un grupo de mujeres estaba haciendo una visita al cementerio; al vernos ir desapareciendo uno tras otro u otra en el interior de una tumba, no pudieron menos que asustarse y dudar de lo que estaban viendo. ¿Creerían que estaban asistiendo a algún ceremonial satánico o de brujería?
Al final del pozo de más de 5 m de profundidad, que bajamos malamente por la escalera de pates, se iniciaba la galería de captación de aguas subterráneas que discurría por debajo de las tumbas en dirección a la fuente de la ermita, a la que alimentaba. La galería era estrecha, unos 0,5 m de anchura, y baja, pues no superaba los 1,2 m, por lo que estábamos obligados a andar doblados, con frecuentes golpes de nuestro casco chichonero contra el techo de la galería. Los oficiales nos gastaban la broma de que nos encontraríamos ratas, por ver si nos asustaban, pero no sabían que las geólogas estamos curadas de espanto, mayormente las vasco-navarras.
Al ir avanzando por la galería pudimos observar que en ambos lados se producían unos pequeños derrames blancuzcos, lechosos, que los oficiales pasaron a denominar «zumo de muerto» con la repetida idea de asustarnos, pero lo único que consiguieron es que nos pusiéramos a pensar en la calidad del agua de la fuente que se ingería por los romeros de San Isidro. El ingeniero, que tenía poca gracia, dijo que algunos de los que por San Isidro bebían agua de la fuente «se estarían bebiendo a los abuelos».
La excursión subterránea terminó cuando los oficiales que nos acompañaron dijeron que en ocasiones había «tufo», queriendo referirse probablemente al metano, pero que ellos «iban a echar un pito», y se pusieron a liarlo a mano. Y allí, dobladas, sin ponernos poner derechas, tuvimos que aguantar el «pito» y el nauseabundo olor del tabaco negro.
Años después, en otra excursión por otro motivo, tuvimos ocasión de analizar el agua de la fuente procedente del «viaje tantálico»; su dureza era muy elevada, del orden de los 200 grados franceses (2 000 mg/l de sales cálcicas y magnésicas expresadas en carbonato cálcico). Se trataba de «aguas gordísimas», lo que explica los visajes y muecas que hacen los bebedores el día de San Isidro al echársela al coleto.
Para tranquilidad del lector y del bebedor/a del agua de la fuente, diremos que el Ayuntamiento de Madrid instaló hace años una estación de ozonización del agua del viaje, por lo que su desinfección está garantizada; otra cosa es su contenido en sustancias disueltas. Por último diremos que quien quiera conocer alguna característica más del viaje de agua puede consultar en la web Arte en Madrid el trabajo de Pedro Jareño y Mercedes Gómez en la entrada «viaje de agua fuente de San Isidro».