Del inveterado optimismo de las predicciones oficiales
El búho de Minerva emprende el vuelo a la caída de crepúsculo (Hegel)
Cuando la crisis financiera/inmobiliaria/especulativa/económica de 2008 acampó entre nosotros comenzamos a hacernos preguntas. ¿Cómo era posible ─reflexionábamos─ que no hubiese sido prevista la mayor recesión económica desde la Gran Depresión de 1929, a pesar de la copiosa literatura económica que había producido? El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Reserva Federal de EEUU, el Banco Central Europeo, los bancos centrales de los países desarrollados, los gobiernos y sus ministros de economía, los servicios de estudios de los grandes bancos privados, la OCDE, la Unión Europea, el Foro de Davos, los premios Nobel, los oráculos financieros, Warren Buffet, George Soros, los gurús, los adivinos, las ratas y los ratos, los sebastianes, los echadores de cartas,…, ninguno había pronosticado la crisis excepto un grupo sin relevancia de quemados, antisistemas y ácratas, que ya se sabía lo que dirían, ¿verdad? Se nos decía por los profetas oficiales que, gracias a los instrumentos financieros de cobertura de riesgos descubiertos por la ciencia económica moderna, el crecimiento sería perpetuo y no había de qué preocuparse, salvo de ganar dinero.
Todo era una fiesta. La orgía del crédito superaba a los solicitantes; los bancos ofrecían créditos mayores de los que se le pedían. Las hipotecas eran la gallina de los huevos de oro; todo el mundo se había vuelto rico de la noche a la mañana por la revalorización de sus propiedades. El capital se forraba especulando en Bolsa «a crédito» o con los fondos de inversión. La corrupción andaba por todas partes, como Dios. Los pisos en construcción superaban a los del conjunto de Alemania, Gran Bretaña y Francia. Se construían autopistas sobre carreteras vecinales. Se llevaban a cabo más Aves que en cualquier país rico. Nos dábamos el lujo de hacer aeropuertos sólo para pasear por sus pistas. Los puertos se habían quedado pequeños para acoger al número de yates. Cualquier población aspiraba y conseguía tener una universidad, como antes con las plazas de toros. En los restaurantes caros no se cabía. Los emigrantes venían en tropel para recoger frutas, poner ladrillos y atender a l@s ancian@s. Veíamos cerca de los centros financieros multitud de gente joven, de traje oscuro sobre camisa blanca, corbata cara, licenciados en ADE, con jerga anglosajona, «expertos» en inversiones y chanchullos.
¿Cómo era posible que nos tragásemos tanto bluff? ¿Habíamos perdido el oremus? ¿Nadie se acordaba de la lección del Titanic? ¿Qué hacían nuestras autoridades? Pues decir que no había crisis, que los bancos (¡y los banqueros!) eran seguros, y que se «inyectaría liquidez en el sistema». Hubo crisis y gorda, que todavía sigue diez años después; las cajas de ahorro eran una merienda de políticos, que hubo que «subsumir» en el sistema; e inyectamos liquidez procedente de los sueldos de los trabajadores, el fondo público de pensiones y los préstamos de los de la «troika».
Estas reflexiones nos hicieron ver el repetitivo optimismo de las proyecciones de los medios políticos, pronósticos que venían ahora a ser como el antiguo “opio del pueblo”. Se repetía machaconamente que en los próximos años creceríamos mucho; que el paro disminuiría fuertemente; que volveríamos a la “Arcadia feliz”. Todo sería maravilloso en el futuro. Recordábamos el verso de Antonio Machado: “El presente es malo, pero el futuro…es mío”. Comenzamos a pensar acerca del porqué de ese optimismo «político». Encontramos en principio una sencilla explicación: la de las profecías autocumplidas. Según el principio de reflexibilidad (versión Soros) un pronóstico al alza sobre un valor en Bolsa retroalimenta el activo correspondiente. Admitido esto, entonces, ¿es que acaso nuestros «medios oficiales» emiten sus proyecciones para que, ayudados por la mano invisible, se cumplan ─o, al menos se aproxime─ la futura realidad a sus pronósticos?
Las profecías autocumplidas pueden acontecer en muchos campos de las ciencias sociológicas y políticas, incluidas la economía, por supuesto. Pero, llevados por nuestro pensamiento, caímos en las ciencias de la naturaleza, con una realidad menos manipulable. Bueno menos manipulable «objetivamente», aunque sí lo sea en el terreno de las percepciones, campo mucho más subjetivo y «político» que limita al norte con las posverdades. Si se afirma que una presa es segura, pongamos como ejemplo, los medios oficiales dirán que queda demostrado que es segura por el informe que ha hecho el experto fulano; pero los medios de la oposición dirán que tiene riesgo de rotura por el contra-informe que ha hecho el experto zutano. Es lo que se denomina como principio de la acción y reacción: a toda opinión de experto sobre una materia se opone otra opinión igual pero contraria de un segundo experto. Lo que no obsta para que, intercambiados los medios oficiales por los de la oposición en las siguientes elecciones, cambien las opiniones de los decisores e, incluso, la de los técnicos realizadores de informes bien pagados. Es decir, ser profeta del establishment tiene poco riesgo y resulta productivo.
Donde la cosa llega a ser de «aurora boreal» es en la planificación hidrológica y en las obras hidráulicas. Así, la historia de la política del agua española la resumió Antonio Estevan (1948-2008) como una sobrevaloración de los recursos y demandas y una minusvaloración de los costes. Con esto hemos ido tirando muchas décadas. Resultaría un trabajo de interés indagar en los proyectos oficiales de embalses del archivo del ministerio, exponiendo, por una parte, las aportaciones que iban a afluir al embalse según el proyecto del mismo y el coste presupuestado. Los valores anteriores se compararían con las aportaciones reales 20 años después de su entrada en servicio y con el presupuesto de liquidación de las obras. ¿Imaginan ustedes los curiosos resultados de tal indagación? ¿No sería bueno, por ejemplo, encargar de este trabajo al Centro de Estudios Hidrográficos como penitencia a sus históricos y contumaces errores en la materia?
La razón del optimismo oficial, ¿no podría ser porque les conviene a nuestras autoridades de la cosa? Es una tentación la de exhibir grandes aportaciones de nuestros patrióticos ríos, que suministrarán las grandes demandas fruto del imparable desarrollo de nuestro país, con unos costes «rentables per se» de dichas obras. Luego, si los recursos no eran los que se decían; las demandas se alejaban velozmente de las pronosticadas; y los costes se multiplicaban como los panes y los peces, reclamaciones al maestro armero y que apechugue con las reclamaciones, si es caso, el que venga detrás.
¿Saben ustedes en que se han basado las profecías sobre las aportaciones a Entrepeñas y Buendía, con vistas al sacrosanto trasvase Tajo-Segura, que vienen efectuando los cabeza de huevo del Centro de Estudios Hidrográficos y compañeros mártires? Pues en las series del Nilo del tiempo de los faraones, como expone con más voluntad que acierto un expresidente de las presas grandes. Ni más ni menos. Después de medio siglo de fracasos, ni han olvidado nada de sus métodos ilusos ni han aprendido nada de la realidad que se ha ido presentando. Y están metiendo a la política del agua española, a los murcianos, a los castellano-manchegos, a la Unión Europea, y a los sufridos contribuyentes, en un auténtico laberinto hidráulico.
EPÍLOGO. En materia hidrológica, la amanerada escultura del Trasvase Tajo-Segura existente en La Roda, se propone sea sustituida por una réplica de «El Profeta», una escultura cubista en bronce de Pablo Gargallo de 1933, de grandes volúmenes vacíos, que vendrían así a representar fielmente las ideas del Centro del Estudios Hidrográficos y de nuestros más afamados hiodrólogos de provincias sobre el Trasvase.