Qué hacer para prevenir la próxima sequía
Por medio del patrimonio, la comunidad está comenzando a tomar forma y existir. El rey le dijo al niño: «Debes aprender a ser tu propio sueño».
(Jean Jaurès, 1904, en la inauguración de L’humanité)
Lector inteligente: enseguida te habrás preguntado por qué me refiero en el título a la próxima sequía cuando aún nos encontramos inmersos en la actual. Y llevas razón. Pero resulta que pienso que respecto a la actual situación de sequía solo cabe poco más que las rogativas ad petendam pluviam. En serio: la cosa se le ha ido de las manos a nuestros políticos y aparte de echarle la culpa «al empedrado», no saben más que sacar cifras de cuantiosas inversiones ad futurum con las que se van a arreglar los problemas del agua «¡del toó!, ¡paá siempre!» que diría el gran humorista manchego José Mota. O sea, ni una sola idea solvente.
Y pensamos que la cosa no es tan complicada. Para empezar, se trataría de llevar a cabo lo más sencillo del mundo: hacer cumplir la legislación vigente. Con ello se arreglaría la parte más gruesa de los problemas sobre los que la sequía actúa a modo de lupa. Nos explicaremos y luego completaremos el tema.
Gran parte de la situación melancólica actual de las reservas almacenadas en nuestros embalses proviene ─evidentemente─ de que ha llovido poco en los últimos meses. Pero este fenómeno natural de nuestro clima mediterráneo no es una condena de la divinidad, ni es una faena política de la oposición de turno, ni es un acontecimiento de carácter imprevisible; se trata de un fenómeno recurrente que se presenta con una periodicidad bastante frecuente y cada vez con mayor severidad debido a los gases de efecto invernadero que provocan el denominado cambio climático (los partidarios de Trump, disimulen). En esta tesitura, hay que aplicar el principio de que «la previsión es una virtud de los países desarrollados» y actuar en consecuencia. Es decir, aplicar aquella frase procedente de un seminario sobre sequías, celebrado en Valencia en diciembre de 1994, cuando bajo un fuerte temporal de lluvia y nieve que obligó al corte de la autovía con Madrid, uno de los ponentes declaró imperturbable: «Hoy puede ser el primer día de la próxima sequía».
¿Dónde debemos actuar principalmente? Pues en la demanda y en la gestión, sobre todo en los riegos que vienen a representar más del 80% de los usos consuntivos en nuestro país. Para evitar el apetito desordenado de nuevos regadíos no nos hace falta más que la voluntad de cumplir la legislación. Por diversos colectivos de protección de la naturaleza se ha puesto de manifiesto que en los últimos años el uso del agua (sobre todo en el regadío) ha aumentado un 20%. ¿Cómo es posible ─nos preguntamos─ que la administración hidráulica haya autorizado, permitido o mirado para otro lado ante la proliferación de regadíos ilegales, alegales o medio pensionistas llevados a cabo principalmente por los denominados «empresarios» agrícolas? ¿Por qué esa benevolencia de los responsables políticos ─sobre todos regionales─ por los nuevos regadíos sin tener en cuenta la existencia de recursos para su suministro? ¿Acaso crear problemas resulta rentable, pues obliga a la administración general del Estado a llevar a cabo inversiones para la región que de otro modo no emprendería? ¿No sería de alguna forma, una especie de chantaje que premiaría a los violadores de las normas? En un mundo dominado por las percepciones, tener un problema y saber airearlo llevándolo a la arena política, acarrea indudables ventajas.
Existen claros ejemplos de lo que estamos diciendo. En Córdoba y Jaén se han puesto en riego unos centenares de miles de hectáreas de olivar, sin que estén claras las autorizaciones administrativas, aumentando notablemente las cosechas y los ingresos, a costa de mermar claramente los recursos comprometidos, cuando los expertos señalan la necesidad de llevar a cabo el «cierre hidrológico de la cuenca». Ante esta situación, ¿resulta lícito solicitar ayudas y subvenciones en cuanto se quedan sin agua para regar? En el campo de Cartagena han salido de la «manga» (perdón por el chiste) hasta 20 000 nuevas hectáreas de regadío y más de mil desalobradoras sin que se hayan enterado las administraciones agrarias e hidráulicas. Los vertidos de los agroquímicos y el rechazo de las desalobradoras se han vertido al Mar Menor, convirtiendo el agua de la laguna en una sopa verde. Una vez destrozada la laguna, se cargarán La Manga, sus residencias, hoteles y turismo. El fiscal que ha denunciado los ilícitos cometidos ha expresado que posiblemente se haya cruzado el umbral de lo irreversible.
En cuanto a la gestión del agua, se puede decir otro tanto. En cuanto llega un verano seco, los regantes piden desembalses generosos, a modo de cigarras, sin tener en cuenta el guardar volúmenes para la siguiente campaña, en el papel tan poco lucido de hormigas. Cuando el siguiente año se presenta seco y los embalses se encuentran sin recursos para atender mínimamente la campaña de riegos, todo se reduce a pedir más obras, dicen que huchas más grandes, sin caer en la cuenta de que lo que se trata no es del tamaño de las huchas sino del líquido circulante. Los gestores de las Confederaciones Hidrográficas se dejan llevar por las peticiones perentorias, sin capacidad para imponer gestiones «prudentes y racionales» como proclama la Directiva Marco del Agua europea.
Una de las soluciones «mágicas» que proclama la Administración son la puesta en marcha de los planes especiales de sequía (PES), consistentes en comprobar que, efectivamente, se «está» en una situación de sequía cuando ya se está, proponer ahorros más o menos drásticos cuando queda poca agua, promulgar decretos de exención de tarifas y distribución de subvenciones. También, aprovechando la situación, aprobar una serie de obras que poco o nada tienen que ver con las situaciones que han dado lugar a las carencias de recursos. ¿No estaremos yendo de espaldas hacia el futuro?
Ante el clamor impensado de que haciendo más obras (presas) tendremos más agua, caben las siguientes consideraciones: España es uno de los países del mundo con mayor número de grandes presas, unas 1300 o así. Además, tenemos 1 ó 2 millones de pozos, pues para vergüenza de nuestra administración, todavía no los tenemos bien contados. Es decir, tenemos capacidad para almacenar unos 60 000 hm3 entre embalses y acuíferos utilizables en un ciclo anual, es decir, más de la mitad del agua que circula por nuestros ríos en un año medio. Con las aguas garantizadas que se pueden suministrar desde nuestros embalses, más las que pueden extraer los pozos de los acuíferos no sobreexplotados, más las procedentes de la reutilización y de la desalación, tenemos una «oferta» garantizada superior a los 40 000 hm³ /año. Frente a ello, los usos en riegos y abastecimientos urbanos son del orden de 20 000 hm³/año. ¿Dónde reside pues el problema? Respuesta: en la gestión. Cosa que ya inventaron los egipcios con el sueño de las vacas gordas y las vacas flacas. En esas condiciones, ¿qué puede aportar una presa de más o de menos frente a las 1300 existentes? En algún caso, podrán solucionar un problema local, pero poco aportarán al marco general. La cosa va por otro lado.
Quizá deberíamos elevar el vuelo del discurso para afrontar la crisis del agua. Crisis de la que venimos hablando desde los años 90 del pasado siglo pero sin que acabemos de «morder en la acción». Expondremos algunas reflexiones, posiblemente inmaduras todavía.
¿Por qué acontece el apetito desordenado de puesta en riego que ha aparecido en los últimos tiempos? Anteriormente, desde el Plan Gasset de 1902, la producción de alimentos por medio del riego fue una de las principales actuaciones que legitimaba el papel del Estado, alcanzando su cenit en las décadas de 1950 a 1990. Durante el siglo XX nuestro país pasó afortunadamente de hambrunas y emigración de una buena parte de su población a la exportación de productos agrícolas y a la inmigración de mano de obra para trabajar en el campo. Pero ahora la transformación en riego no se debe a planes estatales sino a la iniciativa privada, guiada únicamente por el beneficio crematístico inmediato, que es cuantioso y, por tanto, objeto de deseo. En este contexto se producen algunos efectos que deberían ser campo de estudio para los sociólogos.
En primer lugar se podría citar la denominada «tragedia de los (bienes) comunes». El agua se sigue percibiendo por parte de la sociedad (sobre todo, por la parte interesada) como res nullius, apropiable por el que le interesa para su negocio. Ojo, no nos referimos (al menos, no principalmente) a quien se apropia de una propiedad o derecho ajeno. No. Ahora, la mayor parte de estas apropiaciones se hace de forma «legal»; por ejemplo, las nuevas leyes del trasvase Tajo-Segura, por medio de las cuales los recursos se entregan a los propietarios privados de otras cuencas hidrográficas «distantes y distintas» con el solo argumento de que los beneficiarios obtienen mayores beneficios económicos. O el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana que adjudica a dicha comunidad los recursos hídricos del resto de las cuencas que no hayan sido asignados. Con este marco legal, ¿cómo evitar que los particulares no intenten aprovechar de cualquier forma los recursos hídricos para su negocio de corto plazo, sobre todo si no interiorizan las externalidades que ellos mismos crean?
Frente a esta «violencia del mercado» que puede llevar a un nuevo estado salvaje (otros la llaman anarquía capitalista), ¿qué hace y, más importante aún, qué debe hacer la administración pública del agua? Ante todo conviene dejar constancia de su actuación dubitativa del pasado. A modo de ejemplo: un presidente de la Confederación del Guadiana fue cesado por no denunciar la perforación de pozos ilegales en su cuenca; el siguiente presidente fue cesado por considerar que se había pasado en el número de denuncias. El problema de fondo es que no se quiere (o desea) poner orden en un campo que puede ocasionar pérdidas de votos.
Pero detrás del usuario se encuentra la comunidad, el servicio público, hoy tan denostado. Sobre el funcionario público recae la responsabilidad de preservar el patrimonio común, concepto de gran desarrollo en el derecho internacional en los últimos tiempos. La conservación y restauración de los recursos naturales y el medio ambiente asociado es el tema de nuestro tiempo. El representante de la comunidad es, ante todo, el custodio de los recursos naturales y el medio ambiente; lo demás vendrá por añadidura u ocupa un orden más bajo de prioridad. El patrimonio son realidades, pero sobre todo posibilidades. Cuando tratamos del patrimonio es el futuro, más que el pasado, lo que hay que salvaguardar. ¿Se administra el agua con estos criterios en la actualidad, o solo miramos con miopía los efectos de la inhibición administrativa?
Por fin, en cuanto a la política del agua, una nota postrera: la sorprendente actuación de nuestros legisladores, que se someten a mandatos políticos para cambiar las leyes en cuanto no se acomodan a sus intereses o caprichos. Por ejemplo, la legislación del trasvase Tajo-Segura, que ha pasado de ofrecer garantías a la cuenca cedente, la del Tajo, de la que solo se podían trasvasar «sobrantes», al extremo de limitar ahora los recursos que se pueden utilizar en la cuenca «prioritaria» (los denominados «desembalses de referencia»). Además se han retorcido los conceptos jurídicos, llamando ahora «seguridad jurídica» no a las disposiciones para proteger la cuenca cedente, sino para proteger los beneficios de unos propietarios privados de la cuenca receptora. Todo ello obviando las numerosas sentencias del Tribunal Supremo que habían sentado jurisprudencia. ¿Cómo reaccionará a partir de ahora dicho Tribunal Supremo, al que el legislativo excitado por el ejecutivo le cambia la doctrina para el beneficio exclusivo de un grupo de presión de administrados? ¿Se atreverá a mantener su línea equitativa tradicional? ¿O, por el contrario, habrá que ir pensando en cambiar la expresión «imperio de la ley» por «imperio de la justicia», a pesar de la carga indeseable que puede conllevar dicho cambio?
Conclusión: las sequías actúan a modo de lupa sobre la crisis del agua, removiendo y haciendo salir a flote las huellas de un sistema compuesto de autorizaciones, gestión y policía, pero también de intereses pecuniarios, sobrexplotación, contaminación y corrupción. Se hace necesario pasar a primer término la consideración del agua que «no es un bien comercial como los demás, sino un patrimonio que hay que proteger, defender y tratar como tal» (primer considerando de la Directiva Marco del Agua europea de 2000). Con el papel principal de los funcionarios públicos de custodios del patrimonio natural, salvaguardando más el futuro que el pasado.