La burbuja explosiva de las aguas subterráneas. 1ª parte: la llanura de Albacete
El día 1 de julio de 1987, mientras veía pasar una larga fila de automóviles por la carretera de Madrid a las playas de Levante para iniciar las vacaciones de verano, me encontraba yo buscando agua en la Mancha albaceteña. Acompañaba a unos ingenieros de la dirección general de obras hidráulicas. Se trataba de averiguar por qué razón el río Júcar, que en las décadas anteriores recogía unos 10 m³/s a su paso por la llanura albaceteña en el tramo situado aguas abajo del embalse de Alarcón, los últimos años había bajado a unos 2-3 m³/s. Lo que se buscaba era quiénes y en qué lugares se llevaban los caudales de la diferencia, ante las quejas de los regantes de las huertas valencianas que veían disminuir las aguas para sus riegos tradicionales.
Hacía poco tiempo que había pasado yo a prestar mis servicios en la dirección general de obras hidráulicas. Me habían mandado acompañar al director del Servicio Geológico de Obras Públicas y al Comisario de Aguas del Júcar a fin de que «fuese viendo lo que era la administración del agua y sus problemas» según me dijo mi jefe. Durante la visita a la que me refería, los ingenieros le preguntaron al guarda mayor de la Comisaria si se habían puesto grandes superficies en riego cerca del río en los últimos años. A la respuesta negativa, le siguió otra pregunta sobre si se habían puesto grandes superficies en riego con aguas subterráneas en la cuenca vertiente al río. El guarda mayor se quedó desconcertado con la segunda pregunta y no sabía qué responder, pues se veía que no se ocupaba de esa razón.
Aquí tengo que realizar un inciso para contar mis experiencias con las aguas subterráneas, tema que siempre me ha parecido enigmático y apasionante. Me maravillaba ver a mis acompañantes (ya situados en la edad media) extender unos mapas sobre el capó del coche y empezar a indicar con la mano direcciones de circulación de las aguas del subsuelo, delimitar acuíferos, calcular con simples multiplicaciones volúmenes almacenados y recursos anuales, aventurar profundidades para los niveles freáticos y hasta estimar el caudal que se podía esperar de los pozos. Se veía que tenían el tema estudiado.
Hacía poco que había entrado en vigencia la nueva Ley de aguas (1 de enero de 1986), que incorporaba las aguas subterráneas junto a las demás dentro del llamado dominio público y todo estaba de estreno. Con anterioridad, la legalización de pozos correspondía a las jefaturas provinciales de minas. Tuve oportunidad en alguna ocasión de asistir a la liturgia de legalización de los pozos. Merece la pena recordarlo.
Hacia el mediodía el contratista recogía al ingeniero jefe de minas y al ayudante (pareja profesional) y los acompañaba al pozo que se trataba de legalizar. Ante el recipiente de algún centenar de litros que estaba dispuesto para recoger el agua que se bombeaba del pozo, el ingeniero preguntaba cuánto tiempo se llevaba bombeando y si los niveles del agua dentro del pozo estaban estabilizados. La respuesta afirmativa me pareció mera rutina. A continuación preguntaba por la capacidad exacta del recipiente para llevar a cabo el aforo. Sacaba con parsimonia un cronómetro y le hacía sacar otro al ayudante. Indicaba que a su señal se vertiese el agua dentro del recipiente y se le indicase cuando se encontrase lleno para parar el crono. Efectuadas estas complicadas y selectas operaciones, expresaba el tiempo que había medido y, a continuación, le preguntaba al ayudante por su medida. A veces, si la diferencia la consideraba de entidad, mandaba vaciar el contenedor y repetir la operación desde el principio. Si, por el contrario, consideraba que las diferencias no eran relevantes, resolvía que el valor oficial era la media entre el tiempo que él había cronometrado y el de su ayudante. Por fin indicaba al ayudante que hiciese la división entre los litros del recipiente y los segundos cronometrados. El resultado era el caudal oficial del pozo. Terminados estos arduos trabajos matemáticos, la comitiva se ponía en marcha hacia el restaurante elegido al efecto, en el que tenía lugar un reparador y abundante agasajo bien regado. A los postres y hasta media tarde se organizaba la consabida partida de mus. Las malas lenguas decían que la tradición era dejar ganar al ingeniero de la jefatura de minas. Disimuladamente justificaba yo compromisos ineludibles para abandonar el lugar en cuanto me era posible.
Volvamos a las proximidades del río Júcar. Ante la infructuosa búsqueda de razón para la mengua de los caudales circulantes por el río, el director del Servicio Geológico comentó una posible vía referida a las técnicas de teledetección. Al parecer, los seguros agrarios habían encargado unas fotografías del satélite americano LANDSAT en la que quedaban reflejadas las superficies de riego. Había que utilizar a una empresa especializada que supiese tratar los datos proporcionados por el satélite, que era una colección de dígitos para cada pixel o parcelita en que se dividía el territorio. Para ello había que pedir las cintas a Italia, pues nuestro Instituto Geográfico no disponía de este producto para el público. Luego, combinando hábilmente la información en unas cuantas ventanas del espectro de los valores reflejados por las superficies más húmedas, que en verano solo podían ser debidas a los riegos, se obtenían las hectáreas buscadas. Bueno, yo sabía poco de estos temas, lo que me decían, pero así lo entendí.
Lo que sí entendí, pues era de mi más directa competencia en cuanto a licitaciones de estudios y obras, es lo que sucedió un poco más adelante en relación con la teledetección. El Servicio Geológico puso en marcha un pliego de condiciones para contratar un estudio de cuantificación de superficies regadas con aguas subterráneas y tipos de cultivos mediante teledetección. Un ingeniero jefe del Instituto Geográfico que consideraba que los temas de teledetección eran de su exclusiva propiedad, envió un escrito directamente al ministro de Obras Públicas solicitando la anulación de la licitación del estudio, pues, aparte de considerar que la teledetección era un asunto de la exclusiva competencia del Instituto Geográfico, le advertía al ministro que el estudio era una simple estafa, puesto se pretendía ver desde el satélite la boca de los pozos, cosa imposible pues la resolución de las imágenes no llegaba a tanto.
Pero sigamos con nuestra historia de la Mancha albaceteña. Pocos meses después de la visita del 1 de julio, pude examinar una foto de algo menos de un folio en la que se veía claramente el trazado del Júcar y unos círculos perfectos en mitad de la llanura (pívots de riego). Estos círculos y otra manchas de riego llegaban a sumar más de 20 000 hectáreas, que explicaban las mermas en los caudales del Júcar que se estaban observando. Lo sorprendente es que la administración hidráulica no se hubiese enterado de esta proliferación de riegos.
Posteriormente se acometieron trabajos de cuantificación de regadíos con mayores medios. Si a mediados de los años 80, la superficie de riegos (superficiales y subterráneos) de la provincia de Albacete ascendían a unas 80 000 hectáresa según el INE (30 000 hectáreas de maíz regados con una dotación anual de aguas subterráneas de 10 000 m³/ha, es decir, 300 hm³/año para este solo cultivo), en el año 2000 había alcanzado las 138 000 hectáreas y en el año 2015 alcanzaban las 167 000 hectáreas. Como quiera que no ha habido crecimiento en la transformación en riego con aguas superficiales, debemos concluir que el incremento desde mediados de los 80 hasta la actualidad, unas 80 000 hectáreas, se ha debido a la extracción de aguas subterráneas.
La conclusión es la siguiente: ¿Es posible que las aguas subterráneas de la provincia de Albacete puedan soportar de forma sostenible una superficie de riego de unas 100 000 hectáreas? Quizá nos hayamos quedado cortos en nuestra estimación pero, a pesar de ello, equivaldría a una extracción de aguas del subsuelo de más de 600 hm³/año, teniendo en cuenta la superficie de maíz existente. Por supuesto no habrá descargas relevantes de los acuíferos a los ríos y los humedales desaparecerán si no lo han hecho ya. El ritmo de crecimiento de los riegos con aguas subterráneas en los últimos 15 años ha sido de 2000 hectáreas por año.
Finalmente quiero insistir en un asunto que me ha llamado la atención. Mi reflexión se basa en el principio de la conservación de la masa, como me enseñaron en el bachillerato, pues, como he dicho antes, de estos temas solo sé lo que he oído a los ingenieros en los viajes compartidos. Las aguas que extraen los pozos, antes iban a parar a los ríos, ¿no?. Entonces, los ríos habrán disminuido en esa misma cantidad que sacan los pozos una vez transcurrido el periodo de ajuste (o periodo transitorio). ¿No será ésta la razón buscada de la disminución de las aguas que llegan a los embalses, merma que se denomina como «efecto 80», por la disminución que se viene observando desde el año 1980?
Este es un tema que he comentado con otro compañero, al que le dejo la segunda parte del relato de la burbuja de las aguas subterráneas.