Mis conversaciones arriesgadas con un Director General de Obras Hidráulicas
Se me quedó grabada una conversación que mantuve con el director general de obras hidráulicas (no diré cuál de ellos) en un viaje por carretera de Madrid a Murcia a finales de los años 80, al que me invitó a acompañarle. Ahora, al leer la entrada de Gregorio Villegas sobre las «aguas inteligentes» (enlace con la entrada «Del pacto nacional del agua a un planteamiento de smart water»), la he recordado y no me resisto a contarla a mi aire, procurando (en lo posible) no añadir algunas o bastantes cosillas de mi propia cosecha.
Atravesábamos en un atardecer del otoño los llanos de la provincia de Cuenca y en lontananza presenciábamos el «peine» que formaba el acueducto del Riánsares o del Gigüela (no recuerdo cuál de los dos), pues ambos soportan el trasvase Tajo-Segura. A la vez veíamos dibujarse en el cielo la estela que iba dejando un avión. Como íbamos a llegar a Murcia a la hora de cenar, pensaba yo que teníamos tiempo para una animada conversación que me permitiera lucirme ante mi jefe, con el que solo había hablado antes cuatro o cinco veces y exclusivamente de temas de trabajo. Vamos, que sólo me llamaba para encargarme «marrones» y, como la cosa más normal, de urgencia. Aproveché, por tanto, la ocasión para abrir fuego:
─ Estaba pensando en una novela antigua, de los años 50, titulada «La otra vida del capitán Contreras», que he leído hace poco.
─ ¿Y de qué va la cosa? ─me preguntó don Juan (nombre supuesto del director general), saliendo de su soliloquio.
─ De un soldado, bueno un capitán, de los tercios de Flandes de 1600. Por unas peripecias y para escapar de la justicia le dan un filtro que lo duerme, y se despierta en pleno siglo XX.
─ ¿Y qué es lo que te ha llamado la atención de la novela? ─contestó sin entusiasmo por seguirme el hilo.
─ Pues que no conoce nada de lo que va viendo. Pero existe una excepción. Cuando pasa por casualidad por delante del edificio de una universidad y penetra en una de sus aulas, en la que el profesor está impartiendo una clase magistral, entonces rápidamente se pone en situación y dice hallarse en su ambiente, pues de joven había estudiado en la universidad de Salamanca.
─ Efectivamente ─dijo don Juan haciendo un esfuerzo por salir de su mutismo─ se siguen practicando los mismos procedimientos que en nuestro Siglo de Oro: el profesor habla y los alumnos escuchan y toman notas. Bueno una cosa sí ha cambiado. En aquel siglo, si las materias eran teológicas, no estaba permitido a los alumnos tomar notas; se quedaban con las cosas de memoria, no fuese a ser que hubiese una denuncia a la Inquisición y el profesor se viese comprometido. Así el profesor podía decir delante del tribunal que no dijo lo que se dice que dijo.
No le dije que me parecía que se estaba liando por ser mi superior, y una de las primeras cosas que aprendí al iniciar mi vida profesional en la Administración es la de no discutir nunca las opiniones del superior «por absurdas que éstas fuesen», más aún cuando no me iba nada en ello. Continué:
─ Pero entonces, ¿no se le podía preguntar nada al profesor?
─ En clase, nunca. Los profesores eran seres casi divinos, como dioses menores. Y la forma de hablar de las divinidades es el monólogo. Pero había una curiosa fórmula: si uno o varios alumnos deseaban preguntarle algo al profesor, utilizaban la frase de ritual: ¡Maestro! ¡Al poste! A la salida de la clase se situaba una especie de pequeña columna junto a la cual se situaba el maestro. Allí, por un corto tiempo, los alumnos podían preguntar y el maestro tenía la obligación de responder…lo que quisiera y como mejor le pareciese.
Siguió don Juan con su monólogo:
─ Ahora las cosas han cambiado y las entrevistas que te hacen los periodistas te ponen a parir en cuanto te descuidas. Y no te digo las ruedas de prensa…Pero no sé dónde estábamos. ¿Decías…?
Aproveche yo para llevarlo al terreno dónde quería situarlo. Lo anterior había sido una introducción para no ir directamente al grano.
─ Es que al ver el acueducto del trasvase Tajo─Segura y el avión cruzando el cielo se me ha ocurrido una idea divertida.
─ Pues suéltala a ver si es divertida de verdad, que nos queda todavía bastante camino.
─ Pensaba yo que si un ingeniero romano resucitase ahora, al modo del capitán Contreras, no entendería la mayor parte de las cosas que viese. Por ejemplo ese avión. No entendería que volase un pájaro de acero. Para los romanos los pájaros sólo servían para, a través del examen de sus vísceras, permitir a los augures y aurúspices hacer pronósticos sobre los sucesos futuros. A través de los correspondientes colegios le mandaban al César esos pronósticos varias veces al día─ Ya embalada, pues había leído hacía poco «Los idus de marzo» de Thornton Wilder, continué─ a ningún general romano se le ocurriría entrar en batalla si los augurios le eran adversos. O sea, que antes de abrir las compuertas para hacer un trasvase, se deberían consultar los augurios sobre las lluvias futuras, ¿no?
Don Juan se echó a reír y me dijo.
─ Bueno, por ahí vamos a llegar al cantar del Mio Cid, en el que se dice…a ver si me acuerdo…algo así como: «A la salida de Vivar vieron la corneja diestra y entrando en Burgos viéronla siniestra». No ─seguía riendo─. No consulto las cornejas, aunque ¡hay cada pájaro por la dirección general que tengo! No, únicamente consulto con el Comité de Explotación del Trasvase, donde a los que veremos mañana en Murcia se les pone «boca de fraile» pidiendo agua. Pero no quiero seguir por ahí.
Me di cuenta enseguida de que mi escaso nivel administrativo le vedaba efectuar ciertas confidencias, por lo que tuve que dar un giro a la conversación.
─ Bueno, me refería a los aviones, pero hay muchas más cosas para el asombro del ingeniero romano. Por ejemplo un coche corriendo a 120 km por hora por una franja negra, asfaltada. Acostumbrados a sus cuadrigas tipo Ben Hur y a las pesadas carretas destinadas a acarrear leña con objeto de calentar el agua de los baños públicos y privados de Roma, un automóvil corriendo a toda velocidad le dejaría alucinado al romano resucitado.
─ Te veo muy puesta con los romanos y sus caldarium, pero ya que citas la velocidad de los coches, recuerdo que Marinetti, el poeta fascista, en su Manifiesto futurista decía algo así como: «Un automóvil lanzado a toda velocidad es más bello que la Victoria de Samotracia» .
Me pareció que mi jefe comenzaba a picarse con mis citas y no quería quedarse atrás en demostrar erudición, aunque fuese traída por los pelos. Pero lo del poeta predilecto de Mussolini me pareció excesivo.
─ Pues yo me quedo con la escultura ─le contesté de manera un poco brusca. Para enmendar mi acritud continué sin apenas pausa─ También me parece que no entenderían un tren corriendo por sus vías de acero.
─ Bueno, bien. Pero, ¿adónde quieres llegar? Me parece que te estás saliendo del dibujo. ─ Antes de que se me escapase del punto al que quería llegar le dije.
─ Pues que si un romano reviviese ahora, no comprendería nada de los adelantos de nuestra sociedad, excepto en los temas de agua.
─ ¿Cómo? ─exclamó entre divertido y condescendiente ante una «doctrina» como seguramente me veía a mí.
─ Si un romano viese una presa moderna, sabría lo que estaba viendo─dije con cierta vehemencia─ Si viese uno de los acueductos del Tajo-Segura por los que hemos pasado, seguro que adivinaría de lo que se trataba y preguntaría si lo había hecho Frontino o algún otro curator aquarum
─ Ya veo adonde quieres llegar ─me dijo con son sonrisa de superioridad─ ¡Me quieres llamar antiguo!
─No me refería a eso ─mientras pensaba que ahora tocaba una ración de machismo─. Quiero decir que los aprovechamientos de agua conservan claramente trazas romanas, a diferencia de otras actividades del campo de la ingeniería civil.
─ Bueno, no del todo ─me contestó─. Por ejemplo, las desaladoras de las aguas marinas o las plantas de tratamiento del agua, sean de potables o de usadas.
No estaba dispuesta yo a que me arrinconasen tan pronto, por lo que argüí:
─ Ni los pozos de ahora, que por un pequeño tubo sacan un chorro hermosísimo. Pero no es esto de lo que se trata. Quiero decir que la captación y la conducción del agua para el abastecimiento de las ciudades ha cambiado poco desde los romanos. Y también tenían presas para riegos como esa famosa de Aragón o la de Consuegra, sin dejar de citar las extremeñas de Proserpina o Cornalvo, o…
─ Bueno, a ver si me vas a recitar ahora completo el mamotreto de Carlos Fernández Casado sobre las obras hidráulicas romanas en España ─me cortó con condescendencia de profesor frente a una alumna poco aventajada. Vi que tenía que meter la estocada a fondo.
─ No sé si el director general de obras hidráulicas no debía de pensar algo para sacar nuestras aguas y sus aprovechamientos del mundo romano ─le solté con evidente impertinencia.
Se removió de su asiento y quiso poner el principio de autoridad sobre mí.
─ Vale… Está bien… En volviendo a Madrid, me vas a preparar un informe sobre tus nuevas ideas para pasar los asuntos del agua del tiempo de los romanos a los finales del siglo XX, con lista de actuaciones ordenadas por prioridades, su valoración económica y el sursum corda. Y ahora déjame, por favor, echar una cabezada antes de llegar a Murcia.
Me quedé suspensa ante el corte que me dio. Dije para mí: «esto me pasa por pasarme de la raya con la superioridad. ¡Soy una pardilla! ¡Vaya jardín en el que me he metido!» Y prometí no abrir la boca en el resto del viaje. Después de la reunión que dirigió en Murcia, en la plaza de Fontes, con rueda de prensa posterior, el director siguió viaje por carretera a Almería y yo volví a Madrid en tren. Yo seguí mi via crucis en la dirección, y el agua siguió su via acque.