Por fin me ha sido dado leer algo alejado del secarral intelectual de nuestra Administración del agua que nos tiene consumid@s. Muchas gracias a Trasiego (El abastecimiento futuro de la Comunidad de Madrid: la conexión Entrepeñas-ETAP Colmenar Viejo. Los planes de contingencia) por estimularnos con sus propuestas de abastecimiento futuro de Madrid y las ideas sobre reservas estratégicas para planes de contingencia de geometría variable. También resultaban refrescantes los futuribles de don Gregorio Villegas sobre el Smart Water (Del pacto nacional del agua a un planteamiento de smart water) aunque no menos interesantes ─e increíbles─ resultaban sus relatos del pasado.
Estas entradas me han animado a contribuir a la mêlée exponiendo unas ideas que entiendo son necesarias para poner al día nuestro régimen concesional como procedimiento de acceso al uso privativo del agua. Para ello me baso en la experiencia y reflexiones que como abogada he adquirido en la administración del denominado dominio público hidráulico del Estado.
El régimen concesional, mediante el cual la Administración pública del agua otorga discrecionalmente un derecho al uso privativo del agua al solicitante con títulos de legitimidad bastante, es una institución jurídica del siglo XIX. Entonces la acción del Estado consistía en excitar (según el lenguaje del derecho, no se vaya a creer…) a los particulares para que aprovechasen una riqueza que se desperdiciaba: las aguas públicas fluyentes por los ríos que iban a parar a la mar (que es el morir, según Jorge Manrique y los ingenieros y políticos rancios). La concesión se otorgaba (esto suena a gracia concedida) primero a perpetuidad, ahora hasta 75 años (es decir, 75 años) ─sin entrar en minucias y excepciones, a las que tan aficionado es el mundo del derecho español.
Este derecho otorgado discrecionalmente por la Administración no proporcionaba seguridad jurídica, pues la Administración no garantizaba los caudales concedidos y conservaba alguna potestad sobre usos del agua concedida. Los administrativistas se lucían produciendo casuística jesuítica en los reglamentos y voluminosos mamotretos sobre la espinosa y aburrida materia.
Comencé a pensar por mi cuenta cosas que no venían en los tratados al uso. Así por ejemplo, entre la diferencia del ámbito rústico (concesiones a gogó) y el ámbito urbano o de la ciudadanía (contratos como la luz, el gas o la telefonía, los servicios por redes). O sea, era determinante el lugar en el que se producía la necesidad de utilizar agua. Si se trataba de urbanitas, lo que tenía que hacer el ciudadano era suscribir un contrato con una entidad suministradora de agua (pública, privada o semipensionista que a estos efectos da igual). La empresa tenía la obligación de suministrar agua sin interrupciones, con la calidad y presión adecuadas, y a un precio asequible. O sea, la cosa entraba en el concepto de ciudadano como portador de derechos conquistados (que no otorgados) desde la Revolución Francesa.
La cuestión era diferente en el ámbito rústico (ahora se llama el medio ambiente). Aquí se concedía por la Administración un título habilitante (un derecho) para privatizar hasta una determinada cantidad de un bien público de forma gratuita. Generosidad de la Administración (de todos los ciudadanos, en definitiva) sin contraprestación por el afortunado. Pero, ojo, lo que se concedía no tenía como objeto la supervivencia, no. Para los usos llamados comunes, beber, bañarse, incluso abrevar ganado, para esto existía barra libre. Lo que se concedía era para actividades productivas (riegos, saltos para producción de energía, industrias no conectadas a redes urbanas, refrigeración de centrales térmicas convencionales y nucleares, lavado de áridos, piscifactorías, etc.), es decir actividades que causaban beneficios económicos para el beneficiario ─esto sonaba a benefactor del procomún, pero en muchos casos era lo contrario.
Nunca entendí lo de gratis. Perplejidad que aumentó cuando vi que la acción del Estado en materia de infraestructuras hidráulicas durante muchas décadas era de «regular las aguas»; quería decir cerrar los valles con presas para crear grandes almacenes de agua, con los que asegurar hasta determinado punto las aguas concedidas a los regadíos. Las contraprestaciones de los beneficiarios por las obras del Estado eran minúsculas cuando no ridículas (canon de regulación y tarifa de utilización con sus excepciones, ¡cómo no!). Algunos teóricos venían a decir que el Estado recuperaba lo invertido por medio del incremento de recaudación de impuestos debido al aumento la riqueza creada. Y, claro, merecían toda clase de parabienes de las élites agrarias, que se reían para sí por la ocurrencia de «lo» de los impuestos.
El plazo concesional. Por un lado, ¿por qué un plazo tan dilatado, 75 años, para que el concesionario disfrute del uso privativo de un bien público gratuito? Máxime ahora que se dice que los recursos hídricos están disputados entre varios usos y usuarios y el medio ambiente, que es como decir todos los ciudadanos. ¿No serían suficientes concesiones durante 25 años, plazo más que suficiente para amortizar las inversiones en que se haya incurrido y obtener los beneficios remuneradores? Plazo que abarca la vida útil de una persona. Si una inversión requiere un plazo mayor para su amortización es que se trata de una mala inversión que no había que haberse realizado. Este sistema, por otra parte, y esto es muy importante, aumentaría la productividad del campo, que es un objetivo primordial en esta sociedad del dios mercado.
La discriminación de las aguas subterráneas. Tampoco entendí la diferencia de régimen entre las aguas superficiales y las subterráneas. Sobre todo si, como se dice con énfasis, una de los tres objetivos de la Ley de Aguas de 1985 fue incorporar las aguas subterráneas al dominio público hidráulico. ¿Por qué, entonces, a los aprovechamientos de las aguas de las formaciones geológicas (creo que lo digo bien) se le conceden 50 años, a regañadientes, en lugar de las 75 de sus «homólogas» superficiales? ¿Acaso hay aquí un problema de discriminación de sexo, ahora tan de moda? ¿O, acaso, es que la administración del agua considera que las aguas de los ríos y embalses son las buenas, las «suyas», mientras que las subterráneas, que no se ven, son un engorro, que quitan caudales de los ríos, y que solo aportan problemas de sobreexplotación de acuíferos, fenómeno ante el cual no se sabe qué hacer?
El peso de la herencia. Desde el siglo XIX se han ido acumulando concesiones «discrecionales» de la administración de los caudales de nuestros ríos (no entremos en la razón de muchas de ellas y en la probidad de los funcionarios encargados de su tramitación), de manera que en algunos de ellos, la suma de las concesiones supera varias veces a los recursos medios. Además, ahora los recursos han mermado por el cambio climático. Ante este problema la Administración tienen una respuesta cínica: no se garantizan los caudales concedidos. Pues, ¡áteme usted esa mosca por el rabo! Porque, entonces, el empresario que intente promover una explotación agropecuaria para la que solicita una concesión de aguas (o la haya obtenido en el pasado), ¿que garantías tiene de la rentabilidad de su negocio? Me parece que por aquí la cosa no funciona ni tiene lógica alguna. O, acaso se piensa que es bueno para la economía hacer concesiones de bienes públicos gratuitos pero sin garantía, de manera que en cuanto asome una sequía se produzca una «piñata».
Sin embargo, cuando a la administración hidráulica le interesa (y habría que preguntarse por qué razón, motivo, ideología o simples intereses) hace una o más leyes para «dar seguridad jurídica» a un grupo de terratenientes del Sureste que se benefician del trasvase Tajo-Segura. Ojo, estos son los únicos plutócratas a los que se les concede ese privilegio. Al resto de los agricultores españoles, ¡…por el saco! Y hay en el mundo sanchos que defienden desde colegios profesionales estos privilegios mientras hacen caja con los servicios que prestan a los plutócratas a través sus empresas privadas. ¡Estamos buenos!
La cesión de derechos. O sea, que al concesionario que se le haya beneficiado para que use «privativamente» un bien público de manera gratuita, con la única justificación de que desarrolle una actividad productiva en (supuesto) beneficio de la colectividad (es un decir), ahora resulta que se le permite «hacer caja» cediendo a un tercero el agua de su concesión. O sea, nada de ligar la concesión al terreno o a una actividad concreta. Se desliga el agua del terreno y de los términos de la concesión. En la ideología neoliberal imperante, el concesionario puede hacer su santa voluntad con el bien público, gratuito, por 75 años, etc. ¡Vaya chollo! ¡A quién se le habrá ocurrido este solemne atraco a la ciudadanía!
Por último nos referiremos a la razón que quizá consideramos de mayor entidad para la necesidad del cambio del régimen concesional. Cuando este régimen tomó carta de naturaleza en la Ley de Aguas de 1879, la situación de los aprovechamientos solía ser muy simple: una captación y un receptor; una toma en un río y un aprovechamiento individual o colectivo. La Administración solicitaba la justificación del uso que se iba a hacer del agua y lo trasladaba a las cláusulas concesionales. Una correspondencia unívoca.
Pero ahora se dan situaciones complejas. Y los problemas complejos no se pueden resolver con recetas simples. Por no extendernos nos referiremos como ejemplo de lo que queremos decir al caso del abastecimiento de la Comunidad de Madrid por el Canal de Isabel II. Los volúmenes captados proceden de 14 embalses situados en diversas cuencas, más aguas circulantes por los ríos, más aguas subterráneas. Cada concesión de un río está ligada a sus recursos y a la capacidad de la ETAP en la que se potabiliza el agua. Sucede con frecuencia relativa que una o varias conducciones principales de transporte no estén en servicio por obras en las mismas, en las ETAPs, o por incidencias de otras infraestructuras (autovías o líneas de ffcc) o porque algunos embalses se quedan sin agua en los años secos. La seguridad del abastecimiento exige que la suma de las concesiones individuales de los distintos ríos sea muy superior a las necesidades anuales, lo que está justificado, ya que se trata de concesiones de garantía.
Pero resulta que si, por motivos justificados, se solicita una nueva concesión, el funcionario de turno, acogiéndose a la literalidad de los reglamentos (cosa no criticable) pide justificación precisa e individualizada sobre la demanda que se va a cubrir con la nueva concesión. Es decir, como si cada río suministrase en exclusiva a un barrio de Madrid o una población de la Comunidad. Pero la complejidad de la red es tal que los responsables de su manejo son incapaces de determinar en un momento dado y un lugar concreto de dónde procede el agua que están consumiendo. En esas circunstancias, ¿cómo acomodar el régimen concesional a la realidad de un abastecimiento complejo? Este ejemplo podría extenderse a aprovechamientos de sistemas hidroeléctricos, con diversas tomas, bombeos duales, etc.
Ahora, Trasiego y Gregorio Villegas presentan unas ideas sobre planes de contingencia, reservas para usos múltiples e indeterminados, con sistemas de Smart Water que, no sólamente no caben en nuestro régimen concesional, sino que serían flagrantemente ilegales según el citado régimen. De cara al mismo representarían una auténtica revolución, pues los volúmenes sometidos a estos innovadores modos de gestión presentarían la paradoja de que, por un lado, aumentan la garantía de los aprovechamientos; pero, en cambio, podrían interpretarse como un atentado a la sacrosanta propiedad privada (o privatizada) de las aguas que representan las concesiones.
Sin embargo existen otras situaciones a las que enseguida nuestros ilustres abogados del Estado encuentran soluciones expeditivas sin reparar si encajan o no con la legalidad vigente (si no encajan, cambian la legalidad por otra a su conveniencia). Nos referimos a las concesiones que se pretenden otorgar de aguas del Tajo a los regantes del Segura, atropellando las leyes que se interpongan y el principio de integridad de la cuenca hidrográfica, o la cesión de derechos de una cuenca a otra, pasando por encima de todo lo que hay que pasar. Es decir, utilizan la legislación del agua a modo de muleta para torear a los ciudadanos que no comulguen con sus ideas ─o abusos.
El medio ambiente hídrico. Dos palabras por no hacer ya más largo este escrito. La Directiva Marco del Agua europea (DMA) dividió a los actores del gran teatro del agua en dos bandos: por una parte, los ingenuos que se creyeron que la cosa iba en serio y que, en los países desarrollados, había llegado la hora de conservar, proteger y recuperar los recursos naturales, el agua, y el medio ambiente asociado. No exentos de inmadurez pretendieron elaborar unos planes hidrológicos en los que se daba prioridad a estas cuestiones. Una pieza clave de esta visión era el régimen concesional, dedicando recursos de agua ─que no existían en muchos casos o estaban cautivos─ al cumplimiento de la DMA.
En cambio, los actores maduros, los que venían interviniendo en el teatro del agua desde siempre, torcieron el gesto y prepararon su revancha. A unos actores creyentes en la DMA los expulsaron de la escena ─léase jefes de las oficinas de planificación de primera hornada─ siendo sustituidos por los rancios de siempre. Otros abjuraron de sus errores pasados y se convirtieron en nuevos inquisidores. El régimen concesional, que hacia aguas (permítaseme la expresión) por todas partes, lo acomodaron a sus caprichos (léase trasvases, por ejemplo).
Conclusión triste (Santa Teresa diría: una conclusión triste es una triste conclusión). El pobre régimen concesional, decimonónico, viejo y pobre, vestido de harapos de tanto remiendo como se la ha hecho, nos lo han acabado de poner hecho unos zorros los que, por tener la sartén por el mango, no tienen respeto por las leyes. Han hecho con las concesiones lo que les ha salido de dentro, sin respeto alguno a la edad provecta del régimen que las regula. ¿Podrá tener aún alguna vida nuestro anciano régimen concesional mientras se piense en su reforma?
me parece un muy buen análisis hecho por un jurista que es capaz de desnudar de toda palabraria y parafernalia nuestro absurdo y trasnochado régimen concesional. Enhorabuena¡¡