Reflexiones políticas sobre la izquierda, la desigualdad, la planificación y otras entelequias (2ª parte)
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Sigamos, impenitente lector que aún tienes ganas de seguir estas líneas ondulatorias, con «El desafío americano» de Servan-Screiber de 1967. Sostiene el autor en uno de los últimos capítulos de su libro:
«Desde los tiempos en que la buena administración se identificaba esencialmente con la estabilidad de la moneda, la derecha llevaba ventaja. Ahora, cuando la eficacia de gobierno requiere una adaptación continua al cambio, ¿no siguen estando los triunfos de su parte? (…) Antaño, la izquierda tenía un explosivo entre las manos: la revolución. Ahora, la revolución se ha transformado en opio. (…) Al reclamar lo imposible o lo inútil la izquierda corre el riesgo de dejar de atacar en el sitio donde podría lograr algo. (…) Es difícil sobrevivir largo tiempo en los puestos de mando de un país avanzado sin actuar, y actuar sin aceptar las realidades en un mundo en evolución.»
Ante la perspectiva que plantea, el autor se deja llevar por el camino del crecimiento:
«Para la izquierda, el poder era una trampa. Si ésta observaba las reglas del juego, tenía que respetar el statu quo y traicionarse; si las rechazaba, significaba el fracaso. Bajaba la Bolsa, huían los capitales, subían los precios. Faltaba un factor a la ecuación económica: el crecimiento. La aparición de este factor, el primer lugar que ha ocupado en los cálculos de los expertos y en la conciencia del público, cambia completamente las perspectivas.
De ahora en adelante pesa la buena gestión: el grado de crecimiento anual de la economía constituye una medida universalmente empleada. La necesidad de mantenerse por encima del 3 por ciento de crecimiento anual se ha convertido en un primordial imperativo político. Tiene el don de la sencillez y una ventaja inédita en el universo político: se expresa en cifras. Menos del 3 por ciento es el fracaso; más allá del 3 por ciento, es el éxito». (…) Todos deben reconocer que un crecimiento rápido y duradero es el punto de partida de toda política.»
Nótese que esta «entrega» de la política a la economía rindiendo pleitesía a su más excelso indicador, el PIB, tuvo calurosa acogida en la España de los tecnócratas del Opus. Se decía que López Rodó creía tanto en Dios como en el PIB. Pero seamos justos: gracias al plan de estabilización de la economía española de 1959, con grandes devaluaciones de la peseta, abandonando la autarquía estancada y sin salida seguida hasta entonces por el sector falangista, se puso a nuestro país en la senda del «milagro económico» de los años 60. Otra cosa es que los tecnócratas llevasen dentro de sí el germen de su relativamente rápido agotamiento: al elevarse el PIB, crecieron las necesidades de cambio de régimen político. En ese sentido está por ver la evolución de China. Pero no nos desviemos y volvamos a Servan-Screiber. Sigue hablándonos del PIB:
«No es, evidentemente, un fin en sí. Como todo culto rendido abusivamente a los medios (sean éstos la libre empresa o el plan, la estabilización monetaria o la expansión), la religión del crecimiento conduciría al olvido de los hombres y de sus necesidades. (…) Pero no es menos cierto que el grado de economía, prosperidad y justicia social ─tres cosas ligadas entre sí─ a que puede aspirar un país está en función de su grado de expansión. Una sociedad de fuerte crecimiento goza de libertad para definir la forma de su civilización, porque puede fijar la jerarquía de sus prioridades. Una sociedad estancada no ejerce realmente su derecho de autodeterminación.
(…) El crecimiento tiene por corolario el cambio. (…) El cambio es el crecimiento mismo, que tiene menos de suma que de sustitución, menos de acumulación que de transformación. Las actividades nacen, crecen, se elevan, declinan y mueren en la fiebre de destrucción creadora descrita por Schumpeter. (…) Hay demasiadas ideas prescritas, demasiadas situaciones caducas, demasiadas técnicas anticuadas. Y al propio tiempo hay demasiadas ideas nuevas, demasiadas situaciones inéditas, demasiadas técnicas sin filiación. (…) La permanencia de un estado de cambio trastorna ideas tradicionales sobre el arte de gobernar. Conservación y buena gestión se convierten, forzosamente, en términos antinómicos. El gobierno que no vela incesantemente por la adaptación de los hombres y las estructuras es un mal administrador, de la misma manera que el ingeniero que vive de un acopio de conocimientos es un mal técnico.»
¡Alto ahí!, que el autor de «El desafío americano» nos toca un nervio sensible a los ingenieros hidráulicos.
- ¿Acaso no seguimos desarrollando una política de éxito indudable de construcción de presas ─me dice al oído mi imaginario interlocutor─, transformaciones de secanos en regadíos para la producción y exportación de alimentos, saltos de agua para la producción de energía eléctrica y suministro de ciudades, industrias y áreas turísticas? Todas estas brillantes realizaciones desde los tiempos de Joaquín Costa y Rafael Gasset, y ello a pesar de tener que enfrentarnos con un país de clima semiárido. Y, además, tenemos grandes proyectos para trasvasar agua desde donde sobra a donde falta, vertebrando el territorio y corrigiendo los errores de la naturaleza….
- Nadie niega estas brillantes realizaciones menos la última ─le contesto a mi alter ego─. Fueron buenas ideas y están realizadas. Pero lo que quiero decirte te lo diré con un ejemplo: la sociedad de principios del siglo XX pasaba auténtica hambre y era en su mayor parte analfabeta; ya no tenemos problemas de alimentos ni de alfabetización. Pero, ¿tendríamos ahora que seguir poniendo en primer plano de la política la producción de pan o la alfabetización? ¿Quizá no tocaría ahora tratar de ver qué modelo productivo imaginamos para el futuro y qué formación continua ha de darse a la población para evitar los problemas de paro que nos atosigan? Pues lo mismo sucede con nuestra política del agua: demasiadas ideas anticuadas. Hace falta ante todo poner en hora nuestra «tecnología intelectual» en dicho campo. ¿Acaso seguimos viviendo en un país subdesarrollado o en vías de desarrollo? También aquí valdría la célebre frase de Ortega de 1911: «España es el problema; Europa, la solución». Si no la totalidad de las siete llaves, hay que ir echando el cierre al sepulcro de nuestra tradicional y anquilosada política del agua y abrir el texto de la Directiva Marco del Agua europea que tenemos tan mal leída.
Pero siento que nos hayamos ido de «la página». Tenemos que retornar a nuestro discurso principal de la izquierda, la desigualdad y la planificación inspirándonos en Servan-Screiber, autor que nos hemos atrevido a resucitar para la cuestión. Pero esto será otro día.
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