Reflexiones políticas sobre la izquierda, la desigualdad, la planificación y otras entelequias (3ª parte)

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El último capítulo de El desafío americano (1967), lo dedica Servan-Screiber a La inversión en el hombre, y viene a ser una especie de recapitulación de sus ideas. Nos fijaremos en el énfasis que pone en la planificación económica que entonces dominaba el panorama intelectual y político de Francia y, subsidiariamente, de nuestro país.

«Hace apenas diez años (recordemos que está hablando en 1967), la gente no se preguntaba si la URSS alcanzaría el nivel de vida americana, sino cuando lo adelantaría. Técnicos poco sospechosos de simpatía hacia el régimen soviético discutían sobre las fechas que se cruzarían las curvas: ¿1970?, ¿1985?»

Al recorrer yo ahora «las galerías y los palacios de la memoria» como escribía San Agustín y nos apunta Borges, recuerdo que en el 5º curso de ingenieros de caminos, curso 1968-69, en la asignatura de «Economía del transporte», el catedrático Carlos Roa (había sido presidente de Renfe) y su joven ayudante Rafael Izquierdo nos dibujaban en el encerado dichas curvas y especulaban sobre su momento de corte, sacando como consecuencia la superioridad de la planificación económica sobre el laissez faire. A los alumnos nos recomendaban la lectura de textos como La planificación del desarrollo, del holandés Jan Timbergen, tema y autor de moda por entonces. Lo leímos, pero aún no teníamos el paladar hecho a estos temas. Por aquellas fechas nuestros tecnócratas estaban inmersos en los Planes de desarrollo copiados de los franceses y condenaban contundentemente el liberalismo económico.

Pero, a pesar de todo, Servan-Screiber no se dejaba llevar del todo por el viento reinante de la planificación de origen soviético. Venía a decir:

«En 1967, la agricultura soviética sigue engolfada en los koljoses y su comercio interior en los almacenes del Estado. El «salto adelante» ha tenido lugar en los Estados Unidos cuya producción aumenta, cada dos años, en el equivalente a la total de Inglaterra y cuya capacidad de innovación asombra tanto a los managers extranjeros como a los sabios.»(…) «(Destaca)…el papel motor que desempeña la investigación: las ideas no son ornatos, sino herramientas para transformar el mundo. Nada más rentable que una buena idea. En los Estados Unidos, la formación permanente no es considerada como una obra humanitaria, sino como una inversión. (…)
El escepticismo en cuanto al potencial humano es común a la izquierda y a la derecha; pero conduce, en una y otra, a conclusiones opuestas. (…)
En la derecha, lleva a la santificación de «las leyes naturales del mercado. (…) Donde puede jugar efectivamente la competencia, el mercado presta servicios que difícilmente rendiría un ordenador gigante manejado por superhombres: señala las necesidades de los consumidores, regula las inversiones de acuerdo con la demanda y con el coste de los factores, sanciona con el déficit los comportamientos ineficaces y las producciones inútiles.(…)
Pero las decisiones globales, que resultan de la suma estadística de millones de opciones individuales, no son, por ellas mismas, conscientes y libres. «El Plan ─decía Oscar Lange─ viene de la necesidad de rebasar los límites de la racionalidad privada». Es un esfuerzo para reducir el azar y orientar el crecimiento hacia objetivos deliberadamente escogidos.» (…)
Ahora bien, los conservadores piden en ocasiones al Estado que les ahorre, simultáneamente, la disciplina de un Plan y, por el cierre de las profesiones y de las fronteras, los riesgos de la competencia. Son partidarios de una sociedad en que las «jerarquías naturales», fuertemente acentuadas, se perpetúen gracias a la herencia o a posiciones adquiridas. Cuando invocan «las leyes naturales del mercado» los conservadores tratan de dar a mecanismos económicos el carácter intocable de lo sagrado.
En la izquierda, la misma desconfianza en el hombre desemboca en el culto a la planificación coercitiva. Muchos «progresistas» sueñan aun en instaurar una sociedad en la cual una burocracia omnisciente y depositaria del orden moral dictaría a los consumidores las sabias decisiones que éstos son incapaces de tomar por su plena voluntad.»

Querido lector, si por ventura has seguido la larga cita anterior hasta aquí, habrás podido observar que están sobre la mesa muchos elementos que siguen estando de actualidad. Antes de entrar en preguntas, oigamos al tecnócrata Pierre Massé, autor de El Plan o el antiazar (1965), que también tuvimos oportunidad de leer de estudiante, sin gran aprovechamiento. Massé, de la École polytechique, ingeniero hidráulico y uno de los principales artífices de los planes franceses, exponía la razón de los mismos:

«Los resortes de esta gran obra ─el desarrollo económico y social─ son la libertad y la voluntad del hombre. Sus instrumentos son los planes, parciales o globales, privados o públicos, que bajo las formas más diversas tienen por contenido común la conciencia y la intencionalidad, opuestas a la fatalidad y a las casualidades.»

Pues bien, a pesar de esta «mística» planificadora que sedujo a tantas inteligencias, la pregunta que ahora nos hacemos es: ¿Qué sucedió para que, en la Europa occidental, en un corto periodo de tiempo, unos años, la planificación económica pasase de ser un procedimiento prestigioso e inevitable (aun con la moderación que se pretendía aplicar en Europa occidental) a desaparecer por «el desagüe de la historia»? Podemos recordar acontecimientos político-económicos que pudieron haber influido en el ocaso de la planificación económica; por ejemplo, el abandono de la convertibilidad del dólar en oro por el presidente Nixon en 1971, que dio origen a una liberalización «salvaje», con la libertad de movimiento de los capitales especulativos por todo el mundo pasando por encima de las soberanías nacionales; o las crisis del petróleo de 1973 y 1979, que causaron grandes perturbaciones económicas en Occidente.

Sea como fuere, el caso es que el III Plan de Desarrollo Económico y (poco) Social español (1972-75) tuvo que declararse inconcluso por estrangulamiento financiero (crisis del petróleo de 1973), iniciándose la reconversión industrial, que se solaparía con la transición política tras la muerte de Franco.

¿Qué queda, ─si es que queda algo─ de todo el andamiaje de la planificación económica en España, que se extendió hasta para la elaboración de los presupuestos generales del Estado? Si vamos por el camino de los planes sectoriales (de urbanismo, de transporte terrestres, …) aun podríamos encontrar algunos vestigios del intento de grandeza planificadora del pasado. Quizá es en la planificación hidrológica donde todavía perdura una planificación rígida con rango de ley; planificación a dos niveles (cuenca hidrográfica y ámbito nacional) a la que deberá someterse toda actuación sobre el dominio público hidráulico, ni más ni menos. Pero el tema merece abrir un capítulo nuevo.

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