El dilema actual de la planificación hidrológica: ¿planes de regadío o de protección ambiental? (2ª parte)
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En el año 2009, un grupo de expertos encabezados por Johan Rockström, profesor de la Universidad de Estocolmo y experto en recursos hídricos, sostenibilidad y resiliencia ─la capacidad de adaptación de los seres vivos frente a situaciones adversas o elementos perturbadores─ , definieron cuál es el espacio operativo seguro para la humanidad mediante los llamados «límites planetarios» (Planetary Boundaries). Al respecto, identificaron nueve límites que no son independientes, sino que interactúan los unos con los otros: el cambio climático; la pérdida de biodiversidad; la interferencia con los ciclos del fósforo y del nitrógeno; el agotamiento del ozono estratosférico; la acidificación del océano; el deterioro de las reservas mundiales de agua dulce; los cambios en el uso del suelo; la contaminación química y, por último, la carga de aerosoles atmosféricos. Entre estos límites planetarios, hay tres que ya han sido transgredidos de forma notable: el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la interferencia con los ciclos del fósforo y del nitrógeno; estos dos últimos, además, han sido totalmente sobrepasados.
(Castell-Quintana, D., 2016. «Los riesgos de un planeta abarrotado». RBA.)
¿Tiene algo que ver la planificación hidrológica llevada a cabo en nuestro país desde 1986, obsesionada por el aprovechamiento económico del agua hasta sus últimas consecuencias (su «puesta en valor»), con las preocupaciones ambientales de los países desarrollados que se ponen de manifiesto en las líneas anteriores? ¿Tendremos nuestro reloj en hora?
La Ley de Aguas de 1985 entró en vigor el 1 de enero de 1986, coincidiendo con nuestra entrada en la entonces Comunidad Económica Europea. De golpe nos cayó encima el llamado «acervo comunitario», que no solo se refiere a las normas, reglamentos, directivas, … sino también a una visión, unos procedimientos y una forma de hacer las cosas propias de los órganos comunitarios. Se ha dicho con desenfado ─pero no exento de razón─ que la entrada en la CEE «nos cogió en paños menores».
Las actuaciones en materia del agua siguieron imperturbables su camino, libres de planes y otros embarazos, con actuaciones «discrecionales», lo que quería decir que las obras se realizaban a iniciativa de las fuerzas vivas, del político de turno, de la presión del ingeniero encargado o simplemente porque «ya contaban» anteriormente con la declaración de interés general, que permitía que el Estado financiase total o parcialmente las obras, aunque siempre se hacía lo primero. Las declaraciones de «obras de interés general» acumuladas a lo largo de décadas, como forma de contentar a los políticos regionales, sumaban listas interminables aunque de su necesidad ya nadie se acordara. Un elemento fundamental para «que funcionase la máquina» eran las sequías. Ante cada situación de aproximación o llegada a las mismas, se promulgaba el correspondiente decreto-ley con sus ayudas, exenciones, condonaciones, subvenciones, … y lo que era más importante, listado de obras que se declaraban de interés general, aunque tuviesen poco o nada que ver con las situaciones de sequía que, por razones de urgencia, se pretendía atender o paliar. Como ejemplo, para las elecciones de 1989 la dirección general de obras hidráulicas propuso la construcción de hasta 75 presas para el regadío, sin incluir obras para abastecimientos urbanos a pesar de que la sequía comenzaba a planear sobre el país llegando a afectar en los años siguientes a 10 millones de ciudadanos. Poco tiempo después se incluyó un programa presupuestario para atender abastecimientos urbanos y construcción de depuradoras de aguas residuales.
La introducción en la Ley de Aguas de 1985 de la planificación hidrológica, con sus planes de cuenca y nacional, convirtiéndola en la «piedra angular» de la política de aguas, causó perplejidad entre los administrativistas clásicos y el establishment del agua. Se sospechaba que la planificación podría representar ─de alguna manera─ un intento de racionalización y sistematización, con análisis de rentabilidad económica a través de metodologías como la de coste-eficacia. Todo ello podría erosionar los privilegios de los lobbies del agua, encantados con el intervencionismo estatal pro domo súa. Mientras se elaboraban los Reglamentos que desarrollaban la Ley, se comenzaron los primeros estudios «de tanteo» en los temas de planificación; es decir, se limitaban a la definición de objetivos, de métodos, de etapas, …, evitando atacar el problema de frente. En 1991 se debatían asuntos tales como la precedencia entre los planes de cuenca y el nacional, así como si se debía continuar la línea clásica de construcción de infraestructuras para el regadío o, con una visión más moderna, poner el foco en los problemas de calidad del agua y de conservación del medio ambiente hídrico. El ministro Borrell se inclinó por «culminar la edad de oro de la política hidráulica española por medio de un plan de trasvases», en el que se incluía la práctica totalidad de las cuencas hidrográficas peninsulares, con objeto de «corregir los errores de la naturaleza». El borrador de Plan Hidrológico Nacional de 1993 (PHN-1993), que recogía esta filosofía, fue calificado por la intelligentsia medioambiental de «Plan fontanero».
Antes de seguir adelante deberemos hacer un ex cursus acerca del estado en nuestro país de los conocimientos científico-técnicos sobre la hidrología en general. Durante las décadas de aislamiento internacional después de la Guerra Civil el texto de cabecera de los ingenieros hidráulicos españoles fue La regulación de los ríos, de Enrique Becerril. El autor escribió este trabajo encerrado en su piso de Madrid durante la guerra, lo que impidió un tratamiento del tema con mayor amplitud y en línea con los países avanzados. Hasta la recreación del Centro de Estudios Hidrográficos (1960) poco se avanzó en este campo. Las enseñanzas sobre la materia en las escuelas de ingeniería eran mínimas o de tipo complementario frente al exuberante desarrollo dedicado a los temas de infraestructuras. Esta situación se intentó paliar con cursos de posgrado desde finales de la década de 1960, resultando ser más avanzados los de hidrología subterránea (siguiendo los textos de los EEUU). Los textos españoles sobre hidrológica superficial de los años 70 resultaron rudimentarios y con metodologías que produjeron frecuentes sobreestimaciones de los recursos hídricos y subsiguientes fiascos en algunos de los embalses construidos al almacenar escasos volúmenes. Habría que esperar hasta finales de los 70 y década de los 80 para que jóvenes posgraduados españoles realizaran cursos de Máster y PhD en universidades estadounidenses (en muchos casos gracias a las becas Fulbright) para poner en hora los conocimientos con los que llevar a cabo la planificación hidrológica impuesta por la Ley de Aguas de 1985. Ahora sigamos con nuestro relato.
Aunque la planificación hidrológica de la década de 1990 tenía como pensamiento cuasi único la construcción de infraestructuras hidráulicas para el desarrollo de los riegos, la intelligentsia agronómica transitaba por otros caminos, con objetivos tales como la modernización de los riegos, el aumento de la productividad, la mejora de las estructuras agrarias, etc. Así, mientras en el PHN-1993 se proponía un incremento de 400 000 nuevas hectáreas de riego, el equipo de agrónomos que asesoraban a Loyola de Palacio, portavoz del Grupo parlamentario del Partido Popular, se mostró contrario a ese plan. El Congreso impuso, en definitiva, unas exigencias al PHN-1993 que equivalían en la práctica a su bloqueo y anulación. Pero no le fue mejor al equipo de Loyola de Palacio; sus asesores en materia de agua no lograron ponerse de acuerdo para redactar un programa coherente de la materia para las elecciones generales de 1996. De Palacio no fue encargada de la política del agua y la planificación hidrológica sufrió un retraso de varios años.
La legislatura 1996-2000 se gastó en la elaboración de los Planes hidrológicos de cuenca, aprobados en 1998, y sobre todo, en la redacción del Libro Blanco del Agua, de intención enciclopédica, realizado con prolijidad y parsimonia, a la manera española. Resultó que la lentitud de la legislatura anterior se transformó en agitación en la siguiente: en julio de 2001 se aprobó por fin el Plan Hidrológico Nacional mediante Ley, como un paseo militar. Consistía formalmente en una serie desconexa de tomos que trataban de asuntos parciales, faltando una memoria explicativa de los objetivos que se pretendían alcanzar. Incluía unos anexos con largos y nutridos listados de inversiones y obras de los que, en estas fechas, no se dispone de valoración de lo realizado y lo pendiente. En otras palabras, las inversiones en materia hidráulica siguieron su inercia; los planes de cuenca se limitaban a unas exposiciones de tipo teórico que apenas guardaba relación (o no la guardaba en absoluto) con el listado de obras y actuaciones de sus anexos, dictadas desde las direcciones técnicas de las confederaciones hidrográficas o desde la propia dirección general de obras hidráulicas (o del agua), que no cambió ni su estructura ni su rancia filosofía.
La estrella del PHN-2001 fue el Trasvase del Ebro al Levante, iniciado a finales de la legislatura; mejor dicho, simulando su inicio, al servicio de una simple propaganda política. En cuanto el partido de la oposición ganó las elecciones en 2004, dicho Trasvase fue anulado de forma contundente y sustituido por el programa Agua, que se basaba en construir una perdigonada de desaladoras en la costa mediterránea. Desde entonces no se ha vuelto a hablar seriamente de trasvases en nuestro país por los representantes políticos de los partidos de ámbito nacional. ¿Se tratará de un tema cerrado definitivamente?
Con la perspectiva del tiempo transcurrido cabe afirmar que ni los Planes de cuenca de 1998 ni el PHN-2001 modificado por ley en 2005, cambiaron la política del agua de construcción de infraestructuras con destino al regadío, aunque se había incorporado años antes un nuevo programa presupuestario que permitió realizar inversiones en los abastecimientos o en la depuración de aguas residuales.
Mayor contenido ideológico representó la creación en 1997 de las Sociedades Estatales de Agua, que vinieron a doblar las Confederaciones Hidrográficas. Su principal objetivo fue el de facilitar la obtención de financiación privada y la aplicación de las ayudas comunitarias a las obras hidráulicas. En 2012, por efectos de la crisis económica de 2008, se fueron fusionando las sociedades creadas; en la actualidad han quedado reducidas a dos, como los mandamientos de la ley de Dios. Se trataba, en suma, dentro de la óptica neoliberal, de la participación público-privada en la construcción y explotación de infraestructuras hidráulicas, escapando del derecho administrativo, con mayor libertad de contratación y con la potestad de nombrar a los directivos libremente. Con ello se aseguró, como resultaba previsible, la existencia de prácticas impropias. Se puede concluir que constituyeron, como en el caso de las autopistas radiales, sonoros fiascos.
Por fin llegamos al nudo gordiano de nuestro repaso histórico: la Directiva Marco del Agua europea de 2000. Al igual que en 1986 la entrada de España en la entonces CEE nos cogió en paños menores, la Directiva marco nos sorprendió en una posición indecorosa. Aunque no entendimos el objetivo de la Directiva ─ni quisimos entenderlo─su finalidad estaba clara. Así en el considerando 1 se venía a decir: El agua no es un bien comercial como los demás, sino un patrimonio que hay que proteger, defender y tratar como tal. En su considerando 11 concretaba más la cuestión: Tal como se establece en el artículo 174 del Tratado (de la Unión Europea, Tratado de Maastricht de 1992), la política de la Comunidad en el ámbito del medio ambiente debe contribuir a alcanzar los objetivos siguientes: la conservación, la protección y la mejora de la calidad del medio ambiente, y la utilización prudente y racional de los recursos naturales. Asimismo debe basarse en el principio de cautela y en los principios de acción preventiva, de la corrección de los atentados al medio ambiente preferentemente en la fuente misma, y de quien contamina paga. Por fin, el considerando 19 proclamaba: La presente Directiva tiene por objeto mantener y mejorar el medio acuático de la Comunidad.
Pero, ¿leímos bien la Directiva? ¿Asimilamos su espíritu? ¿La hemos traspuesto a nuestro ordenamiento jurídico con fidelidad, sin aplicar al principio tan español de ponérnosla encima de la cabeza exclamando: ¡se obedece pero no se cumple!?
Para empezar, la Directiva se traspuso al ordenamiento español mediante un artículo en la Ley de acompañamiento de los presupuestos generales del Estado de diciembre de 2003. Es decir, justo en los últimos días del plazo marcado en la propia Directiva europea para su trasposición, y por medio de un artículo incluido en una ley ómnibus, tipo de ley por las que se modifican las que les pete al gobierno de turno; práctica o argucia que representa una afrenta a la cámara legislativa y una burla a los ciudadanos. Una vez más, de forma apresurada y arrebatada; o sea, al hispánico modo. No obstante lo anterior, la trasposición tenía un rasgo singular: demostrando que la creatividad hispana superaba a la de los europeos, se hizo una trasposición con una mixtura entre nuestra planificación de desarrollo de riegos y la protección del medio acuático, de manera que se pusieron los lobos del desarrollo económico a cuidar de los corderos del medio ambiente hídrico. Los técnicos españoles que acudían a Bruselas, participando en los documentos de desarrollo de la Directiva, fueron sometidos a una auténtica esquizofrenia: por un lado se fueron impregnando de los nuevos criterios de conservación, protección y mejora del recurso y del medio ambiente ligado al agua, y por otra, se vieron compelidos a defender (e incluso a proclamar con orgullo patriótico) nuestra planificación hidrológica tradicional de desarrollo de riegos sin mirar (o mirando muy poco) los efectos secundarios de esa política sobre el medio ambiente. Al final se hizo un juego de trilerismo: se cambió la denominación de los «planes de gestión de cuencas» preconizado por la Directiva por nuestros castizos «planes hidrológicos de cuenca», de incremento del regadío, con lo cual nos acabamos haciendo trampas en el solitario.
Lo poco que se iba ganando en la materia gracias a una nueva pléyade de profesionales noveles que se hicieron cargo de las Oficinas de Planificación, introduciendo tímidamente las consideraciones de la calidad del agua y la protección del medio ambiente establecidos por la Directiva, se cortó de raíz en 2012 por la vuelta al poder del partido político conservador; se nombró al frente de las oficinas de planificación a profesionales con visión clásica; se dio nuevo impulso a las obras hidráulicas y se relegaron los temas propios de la Directiva. Incluso algún profesional tuvo que cambiar de discurso ante la nueva inquisición. Se trataba de seguir la linde aun cuando la linde se acabase. Entre los éxitos de la nueva etapa política cabe citar la aprobación del primer ciclo de los planes hidrológicos de cuenca en 2014, y una copia de los mismos a los que se les llamó segundo ciclo en 2016. Con ello se cumplía formalmente lo dispuesto por la Directiva y se ahorraban sanciones comunitarias, aunque se elaborasen planes con más apariencia que fondo, con más desgana que convencimiento.
Existe un tema destacado en la política del agua española desde los tiempos de la República al que no se le acaba de buscar solución; al contrario, con el paso del tiempo viene creciendo como un tumor, condicionando, perturbando y envenenando la política del agua y, en cierto modo, la política regional. Nos referimos ─no hacía falta decirlo─ al Trasvase Tajo-Segura y a la zona de riegos creada a su amparo en Murcia fundamentalmente y con menores extensiones en Alicante y Almería. La superficie regada con aguas del Trasvase apenas llega a un 2-3% del total nacional, pero sus problemas han logrado copar una atención mayoritaria de la política (y, sobre todo, de los políticos) del agua mediante el manejo de la propaganda y la acción política.
Pero quede para la última parte de este trabajo, la recapitulación y las conclusiones, entre las que pretendemos vislumbrar los posibles caminos futuros de nuestra política de aguas.