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La política hidráulica seguida en nuestro país durante el siglo XX ha sido una política de éxito. Las realizaciones en materia de construcción de presas y canales, así como el desarrollo de regadíos por el Estado para la producción de alimentos han sido brillantes. Los aprovechamientos hidroeléctricos contribuyeron al despegue económico en las décadas de 1950-60. La extensión del abastecimiento a las ciudades y pueblos de nuestro territorio ha contribuido a la salud, higiene y confort de los ciudadanos. Políticas meritorias en grado elevado si se tiene en cuenta que han tenido lugar en un territorio de clima mediterráneo, con veranos secos y prolongados y frecuentes sequías, así como aislado política y culturalmente durante las décadas siguientes a la Guerra Civil.
Vaya por delante este reconocimiento. Pero dicho esto, no nos podemos quedar en el incensario; tenemos que pasar a dos cuestiones importantes. En primer lugar, a las saludables críticas a lo realizado, identificando los aspectos que pueden y se deben mejorar. Deberemos preguntarnos si el modelo seguido en el siglo pasado (que, en esta materia, se viene prolongando hasta nuestros días) es el adecuado y conveniente para el próximo futuro. En una segunda parte reflexionaremos sobre el camino que pueda tomar en el futuro la política del agua española dadas las circunstancias.
Según el Inventario de presas del ministerio del ramo, nuestro país cuenta con cerca de 1300 grandes presas, más unas decenas de miles de presas pequeñas, azudes (presas que no forman embalses) y balsas (en ocasiones de tamaño relevante). Además se cuenta con un número de captaciones de aguas subterráneas (¿un millón de pozos?) y tomas directas de los ríos, de los que se carece de datos acerca de su importancia. A estos recursos hay que sumar las depuradoras de aguas residuales, que aportan recursos regenerados y las desalinizadoras de aguas marinas, con tendencia creciente. Tenemos, pues, un buen mix de fuentes de recursos.
Las protagonistas principales de nuestra historia hidráulica han sido las presas, que captan casi enteramente la atención de los ingenieros hidráulicos, olvidando frecuentemente las otras formas de captación de recursos. Por el número de grandes presas España ocupa uno de los primeros puestos a nivel mundial. Dado el tamaño de nuestro país, en población y economía, un profesor preguntó hace años: ¿no serán demasiadas?, sin recibir respuesta por parte del stablishment hidráulico. Porque resulta que el foco se ha puesto sobre el instrumento (las presas) y no sobre la función (el embalse, la disponibilidad de recursos). Así nos encontramos con estadísticas detalladas de presas, pero con escasa atención a la capacidad de los embalses que generan. Y resulta que la mitad aproximadamente de los embalses españoles formados por grandes presas tienen una capacidad de almacenamiento inferior a 1,5 hm³. Dicho en román paladino: la mitad de nuestros embalses disponen de grandes diques de cierre, pero son poco más que grandes balsas.
Podemos profundizar algo más en las estadísticas de nuestros embalses ya que no lo hace el ministerio. En el Boletín Hidrológico semanal se recogen los datos de las presas superiores a 5 hm³, que suman 360 (el 28% del total) con una capacidad de almacenamiento de 56 000 hm³. De los 1300 embalses formados por grandes presas, solamente 110 tienen una capacidad superior a 100 hm³ y sólamente 9 superior a 1000 hm³; estos 9 grandes embalses suman una capacidad de unos 17 400 hm³ (31%) del total. Estas cifras confirman nuestra afirmación del párrafo anterior, poniendo de manifiesto la gran concentración de volúmenes de almacenamiento en un número reducido de embalses.
Además, habría que añadir los embalses sobredimensionados, cuyo almacenamiento raramente alcanza el volumen para el que fueron proyectados, ni las disponibilidades que proporcionan se aproximan a los de su estudio justificativo. Existen zonas de sierra con varios pueblos pequeños en los que se ha construido una gran presa (con pequeño embalse) para el abastecimiento de cada uno de ellos, sin pensar en la economía de escala; cuando se presenta una sequía y se vacían los pequeños embalses ha habido necesidad de recurrir al abastecimiento con cisternas. En las Islas Canarias, para el riego, existen decenas de grandes presas con pequeños vasos, inadecuadas para retener las escorrentías tipo flash que se presentan en los pronunciados barrancos, así como a la vista de los terrenos volcánicos permeables del sustrato; constituyen un ejemplo de imposición de unas técnicas sin tener en cuenta las condiciones locales. En otros casos la tipología de las presas se ha basado en la espectacularidad, olvidando las condiciones de cimentación (caso de El Atazar, cuya espléndida bóveda aparece frecuentemente en las portadas de las revistas de la materia) lo que produce fatigosos problemas de mantenimiento. El embalse de La Serena, el mayor de España, alcanzó esa dimensión porque los terrenos expropiables de su vaso eran muy baratos, pero sin tener en consideración que el río que lo alimenta, el Zújar, se podía cruzar a pie durante los largos estiajes.
La época dorada de construcción de presas transcurrió entre 1950 y 2000, con entrada en servicio de 910 nuevas presas según el inventario ministerial. Desde 1990 se consideraba que estaba realizado «el todo Costa», al estar aprovechadas la mayor parte de las cerradas de interés. Desde el año 2000 el número de presas en construcción ha disminuido fuertemente, en consonancia con lo sucedido en otros países desarrollados. Los presupuestos ministeriales en obras hidráulicas de 2017 representan un 50% de los del año anterior. Sin embargo, aún no se ha asimilado esta situación; cada vez que se presenta una sequía se producen demandas ─incluso por los profesionales ilustrados─ de construcción de más huchas (embalses), pensando que el mero hecho de disponer de más embalses llevara consigo la disponibilidad de mayores caudales, sin tener en cuenta que los flujos hídricos no dependen del tamaño de los almacenes o huchas. También existe la creencia de que los flujos que los ríos evacuan al mar en las esporádicas y grandes crecidas podrían almacenarse en embalses y trasvasarse a otros lugares, sin hacer cuenta cabal de las magnitudes de almacenamiento y transporte necesarias ni de la factibilidad técnica para llevar a cabo las actuaciones necesarias.
Pero más relevante que la altura del dique de las presas, la tipología de su factura, los materiales que la forman o de las cantatas de los estetas acerca de sus formas (afortunadamente distraídos en la estética de los puentes de autor), son las funciones que ofrecen. Nuestro parque de embalses ofrece una capacidad total de 56 000 hm³ solo con los embalses de capacidad superior a 5 hm³. Si a esa cantidad sumamos la correspondiente a más del millar de pequeños embalses formados por presas grandes o pequeñas, y por otra parte, añadimos el volumen de almacenamiento de la parte superior de los acuíferos, la que se renueva y extrae en el ciclo anual, podemos exponer como cifra redonda que la capacidad anual de almacenar agua es superior a 60 000 hm³ y posiblemente a 65 000 hm³. Esta capacidad representa una fracción bastante considerable de la escorrentía media anual, del orden de unos 100 000 hm³ (cifra tendente a la baja por el llamado «efecto 80»).
La disponibilidad de recursos que ofrece nuestro parque hidráulico, lo que los ingenieros antiguos llamaban regulación (concepto basado en satisfacer demandas hipotéticas), sumando las extracciones seguras y sostenibles de aguas subterráneas, más las reutilizadas y las desalinizadas, superan con mucho, con elevada probabilidad y con un mínimo de fallos, los 40 000 hm³ anuales. Frente a esta cifra se aplican al terreno en forma de riego unos 20 000 hm³ anuales (según INE) y 4300 hm³/año en abastecimientos urbanos (también según INE).
Llegados a este punto surge la pregunta del millón: ¿cómo es posible que con más de 60 000 hm³ de capacidad de almacenamiento, bastante más de 40 000 hm³ anuales de disponibilidades aseguradas/garantizadas frente a sequías, y unos 25 000 hm³ de usos (sin considerar retornos), repetimos, como es posible que en cuanto se presentan un par de años con algo menos de aportaciones de recursos que la media, los suministros de agua se conviertan en un problema nacional? ¿No habíamos quedado que la política hidráulica española llevada a cabo durante el siglo XX era una política de éxito y España es uno de los primeros países del mundo en número de grandes presas? Aquí aparece algo que no encaja. Máxime si se tiene en cuenta que el panorama lo podemos completar con una fuerte sobreexplotación de acuíferos, un programa «nacional» de reutilización de aguas y un amplio programa de construcción de desalinizadoras con ayudas financieras de la Unión Europea.
Acaso, a la vista de la situación y las cifras anteriores, ¿no deberíamos cambiar el foco e iluminar la gestión que se hace del agua en nuestro país? Que es tanto como inquirir a qué y cómo dedicamos el agua. Porque los pomposos Planes Especiales de situaciones de alerta y eventual sequía, vienen a responder en el fondo a su título; planes de alerta (¿a quién?, ¿a los propios gestores?, ¿a los que elaboran el plan?) y eventual sequía (¿qué quiere decir lo de «eventual»?). Se debe atacar el problema de frente, elaborando, sin rodeos, planes de gestión. Como se ha dicho repetidamente las sequías se combaten desde la normalidad y la gestión del agua en nuestro país debe tener como objetivo principal evitar o paliar en lo posible tales situaciones. La mejor política es la anticipación: más vale prevenir que curar. En el clima mediterráneo, la prealerta (o, incluso, una alerta moderada) ça va de soi. Y los Planes especiales están hechos para la situación de que nos vaya a coger el toro de la sequía o cuando nos ha cogido ya, no de anticipación a la misma.
El principal sector usuario de agua en nuestro país es el regadío. En realidad lo que en España se han llamado planes hidrológicos han sido planes de regadío. Los planes coordinados entre los ministerios de obras pública y de agricultura para la transformación de terrenos de secano al regadío fue la estrella durante décadas de las realizaciones españolas en la materia. Salvo un pequeño número de presas dedicadas exclusivamente al abastecimiento de población y las presas para generación de energía eléctrica, el mayor número de las existentes (y los mayores embalses) se han construido para el riego. En bastantes casos el abastecimiento urbano se ha utilizado como excusa o refuerzo para apoyar la finalidad principal de los riegos.
Según la Encuesta sobre superficies y rendimientos de cultivos del Mapama (Esyrce-2017) la superficie regada en España ascendía a 2 732 695 hectáreas, con un crecimiento en el último año (¡un año de sequía!) del 2,2%. De esta superficie unos 2 millones de hectáreas corresponden a riegos localizados, es decir, modernos y eficientes. ¿Qué es lo que se riega? Pues sorprendente y mayoritariamente los productos de la trilogía mediterránea: cereales, olivar y viñedo (2 millones de hectáreas en total). ¿Tan grande cabalgada de presas para terminar en la polvareda de nuestros cultivos tradicionales? Sigamos, ¿dónde se riega? Por su orden: Andalucía (1 095 000 hectáreas), Castilla-La Mancha (540 000 ha), Castilla y León (445 000 ha) y Aragón (407 000 ha). En Murcia (la llamada por los murcianos la huerta de Europa) la superficie es de 189 000 hectáreas, un 7% del total, pero su protagonismo en la política del agua es de, al menos, un 93% (¿?).
Unos apuntes sobre las cifras anteriores. El mayor crecimiento de las superficies regadas en los últimos años se ha llevado a cabo por la iniciativa privada mediante la extracción de aguas subterráneas con destino al olivar y, en menor proporción, al viñedo, con la introducción de técnicas (setos y espalderas) que multiplican notablemente el rendimiento de sus producciones. Por el contrario, las zonas regables públicas han sufrido estancamiento o retroceso (quizá con la excepción de Extremadura). Caso aparte merece Murcia, región en la que a pesar de no contar con recursos, se ha emprendido una carrera de crecimiento de los riegos (20 000 ha en los últimos 10 años) en contra de las disposiciones oficiales y degradando el medio ambiente (caso del Mar Menor), aspirando a recibir trasvases fuertemente subvencionadas por el Estado, o aceptando agua de desaladoras financiadas por la UE a precio «político”.
En el total de España, el sector primario (incluye la agricultura, la ganadería. la pesca, la minería y la explotación forestal), dentro del cual se encuentra el subsector del regadío, viene a representar un 2,3% del PIB total. La mano de obra ocupada en dicho sector primario representa un 4,8%. Por consiguiente, el sector del regadío no llegará muy probablemente a un 1,5% del PIB nacional y empleará menos del 3% de la mano de obra. ¿Tanta planificación hidrológica, presas, políticas hidráulicas, presión sobre los ríos y acuíferos, deterioro de los ecosistemas ligados al agua, inversiones millonarias, subvenciones y ayudas, pactos de Estado, … para tan magros resultados? ¿No llevarán razón los que en la década de 1990 exponían acremente que invertir en agricultura es invertir en pobreza?
Conviene subrayar, una vez más, que a lo largo del siglo XX los distintos partidos políticos han competido en la realización (o el intento de realización) de obras hidráulicas, reduciendo a estas actuaciones la política del agua. La «situación» ha impuesto otras preocupaciones como la incorporación al demanio hidráulico de las aguas subterráneas (arrastradas por los problemas de sobreexplotación), la «lucha» contra la contaminación o el retórico «cuidado» del medio ambiente. Pero la «vocación» de los distintos gobiernos ha sido la de demostrar que podría llevar a cabo más obras hidráulicas que el anterior, fuese en presas, trasvases o desaladoras. Sus argumentos y propagandas recuerdan las antiguas peleas de los chicos de los pueblos atrasados, que competían en lanzar el chorro a la mayor distancia.
Conclusión: Antonio Estevan (fallecido en 2008) puso el epitafio a la política hidráulica seguida en nuestro país en el siglo XX expresando: la planificación hidrológica española se puede resumir en una magnificación de los recursos y de las demandas y en una infravaloración de los costes. Durante las dos últimas décadas la orientación de la política del agua se ha despegado de la agraria y se ha convertido en una política «intermediaria» entre las ansias crematísticas de un grupo de plutócratas y la administración hidráulica. El (mal) ejemplo de la PAC, cuyos mayores perceptores de las ayudas son grandes terratenientes, está llegando a los riegos. Existen producciones que se orientan hacia la exportación (con ayudas públicas), en competencia con países en vías de desarrollo, cuando la única vía competitiva de esos países es la agricultura. La emigración podría ser una consecuencia indeseada de esta ciega política de los países desarrollados.