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En el decurso de las reflexiones anteriores sobre los temas del título de estas líneas, habíamos prometido unas palabras sobre la repercusión de las ideas y la práctica de la planificación económica (décadas de los años 60 del pasado siglo) sobre nuestro país, terminando en la planificación del agua. A ello vamos, pero antes es necesario aludir al contexto en el que nos moveremos.
En octubre de 1957 tuvo lugar un hecho relevante en la historia mundial que no es ─a nuestro juicio─ convenientemente subrayado. Nos referimos al lanzamiento del Sputnik soviético. Los entonces estudiantes de bachillerato estábamos fascinados ─y con cierto temor─ por el paso del satélite artificial ruso cada 90 minutos aproximadamente. Aunque se trataba de una bola de un peso solo unos 80 kg, se presentaba en el cielo como una estrella rutilante que se movía a gran velocidad. Venía a demostrar, a pesar de la propaganda contraria de los medios de comunicación «oficiales», la superioridad tecnológica soviética y del progreso logrado gracias a sus famosos planes quinquenales. Un escalofrío recorrió el mundo liberal, pues se suponía que un ejército soviético poderosísimo se encontraba estacionado más acá de Berlín y junto a la frontera italiana.
La respuesta de los países capitalistas fue dispar. En la Europa occidental, el único país con respuesta fue Francia, pues la Alemania occidental se hallaba dividida y todavía postrada y ocupada militarmente (aunque comenzaba a mostrar ya cierto poder económico). Gran Bretaña, por su parte, languidecía entre luchas sindicales, sopor del que solo saldría con la puesta en explotación del petróleo del Mar del Norte en la década de los años 70. Francia respondió con sus planes de desarrollo, de carácter indicativo, imbuidos de la mística de la grandeur. España siguió, de forma acólita, el camino francés.
Fueron los EEUU los que reaccionaron con más brío. Tras las quejas del presidente Eisenhower en su discurso de despedida sobre el complejo militar-industrial, del que dijo que actuando como lobby usurpaba el poder democrático, la siguiente administración, la del presidente Kennedy, potenció la Nasa, creada antes, en 1958, logrando poner un hombre en la superficie de la Luna en 1969, hazaña de mayor efecto propagandístico que trascendente.
Mayor transcendencia tuvo ─a nuestro entender─ la llegada a la Secretaría de Estado de Defensa de Robert MacNamara, que implantó en su departamento en 1963 el sistema de presupuestación PPBS (Plannig, Programming, Budgeting System). El presidente Johnson extendió este sistema a toda la administración de los EEUU en 1965. Se trata de una técnica que permite integrar planificación y presupuestación, con lo cual los EEUU también se sumaron a la utilización de la planificación económica, quizá con el recuerdo del New Deal del presidente Roosevelt para combatir la Gran Depresión de los años 30.
Sobre la técnica del PPBS sus inspiradores decían que, «para ganar más libertad, había que resignarse a bajar a los sótanos de la Hacienda pública y cambiar completamente su utillaje. Su propósito era el de poner el punto de partida de una revolución en las técnicas de gobierno. Revolución animada también por todo el optimismo del espíritu científico. Se pretendía, nada menos, que la supresión de la rutina y del precedente, causas del retraso ancestral, universal y legendario de las burocracias públicas. Para alcanzar este resultado en todos los procesos administrativos, se introducían medidas objetivas, cálculos de rendimiento e incluso competencia entre proyectos».
Esta técnica fue implantada en la administración española en 1985, cuando hacía años (1973) que habíamos abandonado los Planes de Desarrollo Económico, que es tanto como afirmar que habíamos olvidado lo poco que aprendimos respecto a la planificación económica. No obstante, debemos decir que, bien a causa de dichos planes, o por la ayuda americana motivada por la necesidad geoestratégica de los EEUU de disponer de bases militares que circundaran estratégicamente a la URSS, la realidad fue que la economía española creció en la década de los 60 a tasas incluso del 7% anual constituyendo el llamado «milagro económico español».
Como decimos, en España se implantaron las técnicas de planificación-presupuestación PPBS en la administración del Estado en fechas relativamente recientes, en 1985, ya en la democracia. Fue quizá el último vestigio de planificación económica de tipo general. Pero, claro, en nuestro país se implantó a la española. Si bien los objetivos de tipo general venían dados por el gobierno, luego los presupuestos eran recorridos por dos corrientes contrarias: de arriba hacia abajo fijando los programas (por lo menos su rótulo) y, en sentido ascendente, desde las unidades «del frente» elaborando los proyectos individuales que por agregación vendrían a «rellenar» los programas.
En cuanto a algo sustantivo a estas técnicas, como son los análisis de alternativas para alcanzar los objetivos y las valoraciones de coste-beneficio o coste-eficacia, primero quedó reducida a «capillitas» en las que grupos de teóricos «expertos» se dedicaban a poner las cifras, y pronto se eliminaron estos ejercicios de ficción. Por supuesto, respecto a los análisis de cumplimiento y, en general, a los análisis ex post, con objeto de detectar desviaciones y corregirlos en los siguientes ejercicios, ¡qué quieren ustedes que les diga si esto es España, cuando en nuestro siglo de oro las leyes se ponían sobre la cabeza con la fórmula ritual: ¡se obedecen, pero no se cumplen! Baste recordar que el Tribunal de Cuentas audita los ejercicios presupuestarios de una legislatura en la siguiente, limitándose a «poner reparos» que a nadie interesan ni nadie hace caso.
Pero no todo se perdió. Queda el «aire» del sistema PPBS. Si alguien tiene curiosidad de consultar los presupuestos del Estado, verá que vienen clasificados por programas presupuestarios y dentro de ellos por conceptos. Repasando los del Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente (que es un solo ministerio, no se crean) nos encontramos los siguientes programas que pueden consultarse en la web.
Un misterioso y poco dotado programa de Gestión de recursos hídricos para el regadío, de la Dirección general de Desarrollo Rural y Política Territorial (pomposo título) dotado con 70 M€, que no se sabe bien que hace lejos de los otros programas dedicados al agua, tanto de la administración general como de las Confederaciones Hidrográficas. ¿Se trata quizá de un programa inercial, perdido en la fronda ministerial, al que no se le ha aplicado aún la teoría del presupuesto de base cero?
Los dos programas que corresponden a la Dirección general del agua son: 456 A Calidad de las aguas, dotado con un total de 218 M€ para el ejercicio de 2016, último disponible; y 452 A Gestión e Infraestructuras del agua, con un total de 1330 M€, incluyendo los presupuestos de las Confederaciones Hidrográficas. Pero si el curioso lector quisiera conocer qué inversiones se van a hacer y por qué importe, tendrá que recurrir a otros lugares de información ─si es que existen─ porque en estos programas lo único que encontrará será la rúbrica de inversiones reales sin ningún tipo de desagregación o detalle. Se trata de auténticos cajones de sastre o cajones desastre. Es un presupuesto de «ya veremos», flexible y totalmente opaco. En cambio, sí está detallada una partida titulada Atenciones protocolarias y representativas por un importe de 1830 euros para cada Confederación hidrográfica. O sea, lo de siempre: se dan detalles nimios y se esconde lo importante. La conocida táctica de la cría del champiñón: mantener a oscuras y echar basura.
¿Cómo se gestiona la inversión en infraestructuras del agua en España por parte de la dirección general del agua? Hasta hace algunos años existía una subdirección que se llamaba de planificación hidrológica; pero resultaba que no planificaba nada ni entendía una palabra de planificación hidrológica. Lo que hacía era distribuir las partidas agregadas que figuraban en los presupuestos, así como la elaboración y seguimiento de los documentos contables (los retenidos, dispuestos y demás galimatías contables, verdadera covachuela de funcionarios, necesitada de racionalización, clarificación y simplificación). Esta era la subdirección más importante. La asignación de fondos se podía hacer de dos maneras: la primera era, obviamente, por orden del director general de turno (¡méteme eso dónde puedas!); la segunda, por el procedimiento de hacer cola a la puerta del despacho del subdirector para ver de convencerle y sacarle fondos. En el antedespacho se podía encontrar a lo más granado de las direcciones de las Confederaciones, que solían hacer una visita semanal a Madrid para preguntar «qué había de lo suyo». El subdirector de las perras solía poner cara de vinagre a la mayoría de las solicitudes con una desabrida expresión (¡no quedan fondos!). Se atendían los que eran de su gusto por la personalidad del demandante, la zona geográfica de la actuación o la tradición de la inversión. Por ejemplo, eran bien atendidas las solicitudes procedentes del Segura o del Ebro. La tragedia sucedía cuando en una de las periódicas reorganizaciones del ministerio, los de Hacienda querían enterarse de la labor de dicha subdirección y de la necesidad de tan nutrida plantilla. En las primeras pasadas le hacían un recorte de plantilla monumental. Luego a base de discusiones y trágalas para el resto de las unidades, lograban recomponer el status quo.
En cuanto a la moderna planificación hidrológica (sensu stricto) en cuanto al capítulo de inversiones, la cosa se reduce a incluir en los Planes hidrológicos de cuenca unas listas de obras previamente establecidas por las Confederaciones Hidrográficas (a veces arbitrariamente por los ingenieros de zona) sin relación con el discurso planificador. Es decir, la planificación se desarrolla de acuerdo con normativas bastante obligadas (p.ej. la Directiva marco del Agua europea) pero cuando se llega al capítulo de inversiones en infraestructuras se rellena con la lista previa elaborada por las otras unidades de las Confederaciones sin que vengan a cuento con el resto del discurso del Plan.
Otra forma clásica de planificación de las infraestructuras del agua en España la constituye la legislación promulgada con motivo de las recurrentes sequías. La parte principal de esta legislación (aparte de las subvenciones, ayudas, exenciones, condonaciones , retardos en los pagos, adelantos, y un largo etcétera) consiste en un listado de obras que, con bastante frecuencia, guardan escasa o nula relación con las situaciones críticas de sequía, como son las renovaciones de redes urbanas o la construcción de depósitos de distribución. Es decir, se mete todo lo que se puede aprovechando el Decreto-Ley ─y su posterior convalidación por medio de ley─ para declararlo todo de interés general (o sea, que el Estado pueda financiar parcial o totalmente ─lo que es más interesante─ las actuaciones). Además, la experiencia demuestra que cuando se inician estas obras, la sequía hace tiempo que pasó, pues la administración española del agua no destaca precisamente por su celeridad.
Por último, en relación con la planificación hidrológica a la española, no podemos dejar de referir un sorprendente procedimiento de realización de presas acogiéndose a la declaración de interés general. Consistía en buscar un nombre de una presa aprobada por la Ley general de obras públicas de 1877 (de tiempos de Alfonso XII) que no estuviese realizada. Se le ponía el nombre de dicha presa a la que se quería construir, con independencia de la situación geográfica de ámbas, … ¡et voilà!. Sorprendentemente el interventor general del ministerio lo creía (o miraba para otro lado) con objeto de que la maquinaria administrativa marchase salvando la legalidad…
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