El regadío ha permitido pasar de una situación de escasez alimentaria a la actual de sobreproducción a nivel de la Unión Europea. Pero, ¿hay que desarrollar el regadío hasta las últimos límites? Una aspirina puede ayudar a solucionar un problema médico, pero tomar toda la caja de golpe es contraproducente. El regadío aporta ventajas y beneficios, pero tiene a su vez una serie de problemas e impactos. Si sólo nos fijamos en lo positivo, como se ha hecho ─y se quiere continuar─, sufriremos también lo malo, aunque se quiera negar o esconder. El caso del mar Menor es un ejemplo claro, tanto de los daños causados por el regadío de distintas maneras, como del esfuerzo de las administraciones y parte de los medios de comunicación para que la verdadera magnitud no cale ni se muestren claramente cuales son las causas y las consecuencias.
El principal impacto del regadío es sobre el agua. El 80% del consumo de agua en España es para regadío. Sin embargo, es una práctica extendida, seguida con entusiasmo por la ministra del MAPAMA, continuar la sinécdoque costista de referirse como Política del Agua o Política Hídrica a las diferentes artes de mantener y desarrollar los regadíos intentando aprovechar de los ríos «hasta la última gota, que no se pierdan en el mar». En este sentido, el rigor de la Política del Agua de la ministra significa aumentar al máximo el control de los regadíos sobre el recurso, viendo el agua únicamente como lechugas en potencia. Para lograrlo ha sido preciso desactivar la Directiva Marco del Agua, retirada ya del discurso oficial, que edulcora de vez en cuando con algún buenismo ambiental, para decorar pero sin aplicaciones prácticas.
Saca partido a su pacto nacional del agua, presentándolo a los regantes como solución del futuro ─sin atender ni entender las enseñanzas del pasado y presente─ a la vez que escurre el bulto en la aplicación de las medidas de los planes hidrológicos aprobados. Así, su rigor de la política del agua consiste en sobreexplotar el recurso lo que sea necesario para favorecer a sus regantes, condenando a los ríos al rigor mortis, pues la Administración que en teoría tendría que velar por protegerlos y recuperarlos se esfuerza en lo contrario, en saquearlos y esquilmarlos al máximo. Lo peor, es la escasa preocupación social.