Mis ocupaciones profesionales me obligan a realizar frecuentes viajes por la autopista de La Coruña desde Madrid a las provincias próximas y vuelta a la capital. Para distraerme (bueno, sin afectar a la conducción) me dedico a observar los puentes que atravieso y su estética.
Quizá ello ha sido provocado por la «murga» con las que nos viene obsequiando, de un tiempo a esta parte, la Revista de Obras Públicas, órgano de los ingenieros de caminos, dedicando artículos y números monográficos a los puentes, sus circunstancias y, sobre todo, su estética. Parece que los ingenieros intentan hacerse notar en un campo hasta ahora monopolizado por los arquitectos: describir con expresiones rebuscadas, huecas y afectadas sus actuaciones, sean de mérito o adefesios.
Y así les ha dado a algunos «exquisitos» por los puentes, resucitando la denominación «popular» de los ingenieros de caminos cuando se les llamaba impropiamente «ingenieros de puentes». Y los exquisitos (muchos de ellos progres de salón) llenan páginas de literatura banal para hacernos creer que la construcción de puentes es la «teología» de la filosofía ingenieril. Quizá en recuerdo de la expresión medieval «Philosophia ancilla theologiae», quieren convertir la Estética (con mayúscula) en la inquisición de la ingeniería, sentenciando ─a modo de pontífices─ lo bello e, incluso, lo verdadero.
Todo esto viene a cuento cuando cruzo por debajo del puente denominado «Puerta de la Rozas», al norte de dicha ciudad, del que es autor Juan José Arenas, fallecido recientemente. Dicho sin acritud: en medio de un secarral como corresponde al austero paisaje castellano, el puente se eleva desafiante cual lanzón sin rocinante y desorientado como el loco caballero: por el día el puente parece, mostrando sus cables líricos, una atracción de feria; por la noche, con su aparatosa iluminación, una verbena; solo faltan los caballitos girando. ¡Qué fatiga!
En contraste pueden observarse los puentes antiguos de la misma autopista, de cuando su inauguración en los años 60, debidos a don Carlos Fernández Casado. Su sobriedad, su armonía sin estridencias, su horizontalidad, su integración en el paisaje, su querer pasar desapercibidos…; en suma: su elegancia intemporal.
Y a los «exquisitos» convendría recordarles las palabras de Cervantes en el pasaje del «Retablo de Maese Pedro» dirigidas al trujimán: «Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala».