⚠ Alarma: ¡¡ se quieren privatizar de facto las aguas subterráneas !!
La Ley de Aguas de 1985 presentó tres grandes novedades en el ordenamiento jurídico de nuestros recursos hídricos:
- la incorporación al dominio público hidráulico de las aguas subterráneas;
- la proclamación de la planificación hidrológica ─a la que deberá someterse toda actuación sobre el dominio público hidráulico (artículo 1.4 LA)─ como el principal instrumento de la política de aguas;
- la preocupación por la calidad del recurso y la conservación del entorno ambiental ligado al agua.
Después, la Directiva Marco del Agua de la Unión Europea, en el año 2000, vendría a confirmar, desarrollar y profundizar estos nuevos conceptos y objetivos.
Hacia 1985 el panorama de las aguas subterráneas ─desde el punto de vista administrativo─ presentaba varios y graves problemas en nuestro país. Hasta entonces su consideración jurídica, derivada de la centenaria Ley de Aguas de 1879, era la de bienes privados, apropiables por «quien las alumbrase» (en la realidad por el propietario del terreno bajo el cual se encontrasen). Se producía, por tanto, una «esquizofrénica» administración de los recursos superficiales y subterráneos (o, mejor quizá, falta de administración), como si fueren dos mundos independientes. Por una parte, las aguas que discurrían por la red fluvial eran de dominio público, administradas por el Estado, que solo tenía ojos para los ríos, los embalses y las zonas regables con aguas «reguladas». Por su parte, las aguas subterráneas pertenecían al dominio privado, sin interés para la administración pública del agua mientras «no distrajeren» aguas públicas de su corriente natural. Se consideraban un recurso minero, con administración ajena al Ministerio de Obras Públicas. Los intentos por parte del Instituto Nacional de Colonización en 1950-60 de poner en servicio determinadas zonas de riego con aguas subterráneas (por ejemplo, Llanos del Caudillo en Ciudad Real y los Llanos en Albacete) no consiguió despertar el interés por parte de «obras públicas». En el colmo de la hidroesquizofrenia se llegó a afirmar que no se debían aprovechar las aguas subterráneas, pues con ello «se quitaban recursos a los ríos principales y a sus embalses de regulación». Sorprendente consideración, pues el mismo razonamiento podía extenderse al aprovechamiento de los afluentes y cabecera de un río principal aguas arriba de los embalses «de regulación». Equivocadamente se había puesto el foco de atención en «la regulación» en vez de la atención de necesidades en el lugar en el que se producían.
El desarrollo de las técnicas de extracción de aguas del subsuelo (las sondas perforadoras, las turbinas sumergibles y la electrificación), junto con el progreso de las ciencias hidrogeológicas, así como la facilidad de obtención de créditos para las transformaciones en regadío, derivó en las décadas del desarrollismo (años 60 a 90) en una gran explosión de los aprovechamientos de aguas subterráneas. En la Llanura Manchega, en la cuenca del Guadiana, la superficie puesta en riego por los particulares a su riesgo y ventura superó las actuaciones estatales con grandes inversiones públicas del famoso Plan Badajoz. En la cuenca del Segura, pronto las extracciones de aguas subterráneas superaron al volumen utilizado de aguas superficiales, adelantándose a las expectativas de trasvases desde otras cuencas. En la cuenca del Duero, los agricultores perforaron miles de pozos, con transformaciones en riego ajenas a los «planes oficiales». Las extracciones de la Mancha Oriental de Albacete con destino al riego de grandes superficies de maíz afectaron gravemente a los caudales del río Júcar utilizados en Valencia, amenazando con secar tramos de su curso. La revolución de los invernaderos de Almería se apoyó en el bombeo de aguas subterráneas desde el primer momento. Las explotaciones por medio de pozos en las proximidades del Parque Nacional de Doñana causaron graves problemas de pervivencia de dicho espacio. En la Comunidad Valenciana se aprovecharon al máximo los recursos subterráneos de sus acuíferos y sus planas litorales. Los archipiélagos canario y balear se suministraban de aguas subterráneas hasta que tuvieron que recurrir a la desalación de las aguas marinas. Por fin, para no alargar esta lista, la puesta en riego de olivares en la cuenca del Guadalquivir y de viñedos en varias cuencas suman varios centenares de miles de hectáreas en las últimas décadas sorprendiendo a las administraciones agraria e hidráulica, lo que viene a demostrar que la apetencia por la puesta en riego a partir de la captación de aguas del subsuelo no se ha detenido desde la década de 1950; al contario, parece que se acelera.
Hacia 1980 se presentaban ya claramente los efectos secundarios de esta actividad agro-económica. Frente a las ventajas derivadas de la iniciativa privada que, para muchas regiones, constituyeron el «motor del desarrollo regional», que redujo la emigración de su población y puso en marcha los siguientes eslabones de la cadena económica (industrias asociadas, viviendas, sector terciario); repetimos, junto a estas características positivas del aprovechamiento de las aguas subterráneas, se comenzaron a percibir los efectos secundarios derivados de una explotación desordenada. Caso parecido, por otra parte, al urbanismo: en aquellas décadas se destruyeron edificios antiguos de gran valor arquitectónico en nuestras ciudades y pueblos siendo sustituidos por bloques-colmenas. Era la época de escasa o nula intervención ordenadora de las administraciones públicas.
Los efectos secundarios de más clara manifestación fueron los de la sobreexplotación de los acuíferos, fenómeno claramente manifestado por Garrett Hardin es su célebre obra «La tragedia de los (bienes) comunes (1968)». Pronto comenzaron a manifestarse sus efectos en la Llanura Manchega, la cuenca del Segura y otros muchos lugares. Su manifestación más conocida fue la de la afección a las zonas húmedas (Doñana, Tablas de Daimiel, Gallocanta, Fuentepiera, etc.), así como el agotamiento de pozos (cuenca del Guadalentín, por ejemplo, con perforaciones profundas que hacían brotar gas, por agotamiento de las aguas del acuífero, desconociéndose si la descarga del acuífero pudo jugar algún papel en los movimientos sísmicos del área). También emergieron problemas por contaminación de acuíferos, principalmente derivados de los agroquímicos (fertilizantes y biocidas) utilizados excesivamente en la agricultura, que inutilizaron muchos abastecimientos en unos casos, u obligaron a la construcción de plantas de tratamiento de aguas con técnicas avanzadas de membranas, en otros.
Me ha tocado intervenir como letrada de la administración general del Estado en muchas de las numerosas situaciones de sobreexplotación y/o contaminación de acuíferos que se presentan en nuestro país. La tendencia actual es la evitar cualquier declaración de escenarios «desagradables» que conlleven actuaciones administrativas de cualquier tipo, evitando de esta manera la obligación de las administraciones de intervenir para revertir situaciones conflictivas. El caso paradigmático actual podría ser el del Mar Menor, laguna próxima a Cartagena. Corre el riesgo de convertirse en un nuevo Mar Muerto por salinización y contaminación de sus aguas, ante la pasividad de la administración hidráulica y la actividad pro-contaminante por efectos secundarios de la administración agraria regional, más preocupada por no interrumpir los beneficios de la especulación que por evitar efectos ambientales irreversibles.
La Ley de Aguas de 1985 intentó fijar las líneas para resolver o, al menos, paliar estos problemas. Se pretendía, partiendo de los conocimientos de aquellos tiempos y las prácticas administrativas existentes entonces, fijar unas líneas de actuación que, evitando los efectos indeseables que se habían planteado, no coartasen las posibilidades de desarrollo basados en el aprovechamiento de las aguas subterráneas debidas a la iniciativa privada. Se trataba de evitar, por una parte, una actuación estatal desproporcionada (del tipo de una prohibición total de extracciones), y por otro lado, evitar también la ley de la selva que favoreciese en un principio a los más fuertes y acabara finalmente perjudicando a todos por el agotamiento de los aguas comunes de los acuíferos. Esa es la intención que puede rastrearse en los temas referidos a las aguas subterráneas en los Reglamentos que desarrollaron la Ley de Aguas de 1985 en los años siguientes.
Estas disposiciones fueron muy combatidas por determinadas asociaciones empresariales agrarias y por profesores o bufetes de abogados de ideología neoliberal a su servicio. Se llegó a decir que el Estado quería expropiar los pozos, de los que aún no se sabe si su número asciende a 1 ó 2 millones de unidades. No se aceptaba que la administración del agua pudiese ordenar y ─menos aun contingentar─ las extracciones en los acuíferos sobreexplotados con vistas al interés general, como por ejemplo se estaba haciendo en el sector pesquero, otro de los campos de bienes comunes amenazados de sobreexplotación. No se atendía a razones acerca de la finitud de los recursos subterráneos. Se seguía pensando en «lagos subterráneos inagotables» y derechos perpetuos privados sobre las aguas subterráneas a pesar de la proliferación creciente de extracciones, con claras manifestaciones de agotamiento de los acuíferos subterráneos a corto o medio plazo. Resultaba curioso que personas con profundos conocimientos en las aguas subterráneas y en legislación de aguas, no se molestaban en aclarar a los interesados cuestiones elementales; preferían retorcer los argumentos para servir a ideologías neoliberales capitalistas, acusando de mala fe a los intentos de conducir ordenadamente las situaciones de sobrexplotación a otras sostenibles.
En las décadas sucesivas a la entrada en vigor de la Ley de Aguas de 1985, las administraciones públicas hicieron un esfuerzo por incorporar las aguas subterráneas al dominio público hidráulico en cuanto a su consideración como un recurso hídrico junto a las aguas superficiales, teniendo en cuenta la interdependencia entre ambos, integrando la totalidad de los mismos en los planes de cuenca, en el régimen concesional, en las redes de observación, en la policía de aguas, en el tratamiento de los casos de sobreexplotación, contaminación y salinización, en la afección al medio ambiente, etc. Esfuerzos con distinta intensidad y duración en las diversas cuencas hidrográficas y en las variadas situaciones hidrogeológicas, según la gravedad de los problemas, el interés de los usuarios y de los directivos, etc. Todo ello, en general, con independencia de los gobiernos de turno, apagándose las voces que se opusieron en las décadas de los 80 y 90 a la incorporación de las aguas subterráneas al dominio público hidráulico.
La situación que se ha alcanzado en las últimas décadas, ya en al siglo XXI, no puede ser satisfactoria. En parte por la dificultad intrínseca a los aprovechamientos de aguas subterráneas: su dispersión geográfica y la de los usuarios. Las modernas técnicas de las TICs ofrecen una ayuda inestimable para esta gestión, pero todavía se encuentran en sus comienzos en este campo. Por otro lado, la falta de personal preparado, con adecuados conocimientos administrativos (los conocimientos técnicos se dan por descontado y son imprescindibles) y con «buen sentido» en las labores de una administración pública enfocada al servicio a los administrados ─y no de exhibición de competencias de los órganos administrativos─ han frenado la integración de las aguas subterráneas en el repertorio de ocupaciones de las administraciones del agua.
Pero en los últimos años se ha presentado una amenaza clara en contra de la integración de las aguas subterráneas en el dominio público. El intento de privatización es soterrado, sin dar la cara, con actuaciones propias de asociaciones ideológicas con poca transparencia. Se podría decir que se aspira a la privatización de las aguas subterráneas de forma sesgada e insidiosa, causando caos en la administración pública de estos recursos. El caballo de Troya consiste en el intento de formación de asociaciones privadas de aguas subterráneas por parte de bufetes de abogados apoyados por profesionales de la enseñanza o de miembros de organismos públicos de investigación. El propósito resulta evidente: conseguir mediante la anarquía que el aprovechamiento de las aguas subterráneas ─con destino a urbanizaciones de alto standing, industrias, clubs deportivos o de golf y análogos─, escape del control de la administración hidráulica, del régimen concesional y de la policía de aguas. Un caso claro ha aparecido en los alrededores de Madrid. Se pretende que los grandes consumidores puedan llevar a cabo sus perforaciones y extracciones sin control administrativo; de este modo se zafan de las tarifas del tercer bloque de la empresa pública Canal de Isabel II. Se trata de una parte de la tarifa destinada a la consecución de un uso racional del recurso, oneroso para grandes consumos suntuarios. Además, se pretende eludir el pago por vertidos. A esta fiesta se intenta sumar una pléyade de asesores técnicos, proyectistas, directores de obra, abogados picapleitos, políticos vendedores de influencias, comisionistas, gabelistas, etc., la habitual fauna de pescadores en aguas revueltas.
Ante la amenaza de desorden y descontrol de esta nueva privatización de facto, la administración se encuentra desbordada e indolente. En la dirección general del agua se han entregado los cometidos de las aguas subterráneas a funcionarios sin conocimientos y sin el más mínimo interés ni vocación por la materia (no distinguen el granito de las calizas). En las Confederaciones Hidrográficas ha desaparecido el interés por el tema y también han cambiado de destino gran parte de los funcionarios formados en dicho campo. La impresión que se tiene es que han renunciando al cumplimiento de sus cometidos y hasta de sus obligaciones administrativas, como en las cuencas del Tajo y del Duero, pongamos por caso. Podría decirse que dichas administraciones se sienten aliviadas si son otros (aunque sean particulares) los que se ocupan de los asuntos de las aguas subterráneas y les liberan de los engorros de tener que intervenir en estas materias. Estas posturas vienen a representar, además, una clara violación de los dispuesto en la Directiva Marco del Agua europea y en la directiva filial sobre las aguas subterráneas, violaciones que traerán consecuencias jurídicas.
En resumen: el despropósito de los últimos años de las administraciones públicas en el tema de las aguas subterráneas es clamoroso, dejando libre el campo a asociaciones privadas de ideología neoliberal con intentos descarados de lucro basados en la apropiación privada de facto de los recursos hídricos subterráneos y su gestión, causando la sobreexplotación y contaminación de acuíferos. La tragedia de los (bienes) comunes se ha vuelto a poner en marcha. ¿Cuándo reaccionaran las administraciones públicas cumpliendo el papel que les asigna nuestro ordenamiento jurídico de aguas?