Querido lector: debo comenzar con una confesión. Quería yo utilizar la primera parte del título de suso como contraposición ─pero también como discrepancia─ a la célebre obra La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, publicada en la lejana fecha de 1930. Pero resulta que dicho título ─con la coletilla de la traición a la democracia─ está ya cogido. En 1995, de forma póstuma, se publicó The Revolt of the Elites and the Betrayal of Democracy, del historiador y sociólogo estadounidense Christofer Lasch, traducido al español en 1996.
Lasch comienza en su obra refiriéndose explícitamente a Ortega y su Rebelión de las masas, cosa extraña en un autor norteamericano respecto a otro español, máxime cuando Ortega tuvo escaso éxito ante el público estadounidense. Expone que la obra de Ortega se refería al hombre masa que «no tenía sensibilidad para los grandes deberes históricos», reducido a «los derechos de lo trivial». Pero ahora ─sigue el norteamericano─ la situación ha cambiado con la aparición de unas clases privilegiadas aisladas de su entorno, que no hacen más que hablar entre ellas mismas y desarrollando un «odio mortal» hacia el resto de la sociedad.
Todo lo anterior no altera nuestra idea original, que era la de tratar de dar unas pinceladas sobre un fenómeno de nuestro tiempo ─pero también del anterior─, precisamente «la rebelión de las élites» y su inhibición de cualquier responsabilidad histórica. Cuestiones que pensaba reducir principalmente a nuestro solar celtibérico, pues otra empresa más vasta sobrepasa nuestros conocimientos y capacidad.
Vayamos al tema. Comentaba el presidente Azaña en su obra El «Idearium» de Ganivet (1930) que «Lo patético de la historia española consiste en descubrir cómo retoñan en cada generación ciertos sentimientos de los que, al parecer, no quedaban sino cenizas y escombros estériles». Reflexión que se podría aplicar al pensamiento de una buena parte de las clases privilegiadas, entre las que «retoñan» en cada generación posturas no solo antidemocráticas, sino anti-casi─todo.
¿Querrías, acaso, algún ejemplo, lector amigo? El mismo Manuel Azaña nos lo proporciona refiriéndose al tema de las «Comunidades» de Castilla, en rebelión contra el joven emperador Carlos V al comienzo de su reinado en 1522. Los comuneros pretendían entre otras cosas reunir la Cortes por su propio derecho, sin convocatoria del rey. Nos dice Azaña: «el comentario de Pero Mejía, cronista cesáreo, declara la importancia de esta cláusula: reunirse los procuradores en Cortes en ausencia de los reyes claramente era una perpetua comunidad y deshacer el poder real. Se concibe que en su tiempo tamaña petición pareciese a los secuaces de don Carlos no menos que escandalosa y blasfema. Así lo siente fray Antonio de Guevara que contradice la demanda de los comuneros: «Me parecía gran vanidad y no pequeña liviandad, lo que se platicaba en aquella Junta y lo que pedían los plebeyos de la república: es a saber, que en Castilla todos contribuyesen, todos fuesen iguales, todos pechasen, y que a manera de señorías de Italia se gobernasen; lo cual escándalo es decirlo y blasfemia oírlo, porque así como es imposible gobernarse el cuerpo sin brazos, así es imposible sustentarse Castilla sin caballeros».
Queda clara la posición de las élites en la época gloriosa para España, la del emperador Carlos V, tan recordada ahora en mítines por algunos de nuestros prohombres intolerantes, añorantes de patrias con empresas imperiales y delirios verticales, que exhiben ─desafiantes─ banderas en balcones a la calle o en chalets de urbanización vigilada.
Quizá me recrimines que me refiero a épocas vetustas, y que debería venir a nuestro tiempo. Pues bien, me puedo referir a Ibiza, isla de pijos, drogas y discotecas «abiertas hasta el amanecer», en relación con lo que se está haciendo con el denominado pomposamente dominio público marítimo terrestre, las playas y calas para entendernos. Por ejemplo, en la Cala Jondal, un sitio de moda para la gente guapa, con restaurantes exquisitos y fondeo de yates de lujo. Para llegar a tal cala los primeros obstáculos con que se encuentra un visitante ocasional son que hay que atravesar un aparcamiento reservado para clientes y deslizarse entre las mesas del restaurante, con mirada inquisitorial de camareros y «puertas». Superando con zigzagueos estas dificultades se accede a una cala que no tiene suelo, por estar constituido en toda la extensión de la zona llana por piedras blancas uniformes del tamaño de huevos de gallina, de manera que hace imposible caminar o mantenerse en pie excepto en la zona reservada para camas «balinesas» en las que se sirve a cualquier hora champán y langosta. ¿Dónde quedó la definición de playas como áreas de dominio y uso público? Igual podría decirte acerca de otras calas de Ibiza, donde no se respetan los precios decretados por los ayuntamientos para tumbonas y sombrillas (7 euros unidad) pues están todas reservadas para los restaurantes que piden, de entrada, cerca de 50 euros por unidad. Situación superada por la que se produce en Ses Illetes, Formentera, lugar de yates de lujo y restaurantes de lo mismo entre las dunas de un parque natural. Se trata de un lugar de élites principescas servidos en la playa por un ejército de lacayos con bebidas en neveras, servidores que permanecen de rodillas en la arena al lado de sus señores para rellenarles las copas.
Me dirás que esto es una excepción y que, gracias a Dios, el nivel medio de bienestar de la «plebe» ha crecido. Sin duda, pero lo anterior solo representa un ejemplo de las élites que empiezan a dominarnos a través de los marcosdequintos, espinosasdelosmonteros y demás fauna, de la que ya me dirás ─¡oh lector!─ las ideas democráticas que podemos esperar.
A los que sostengan que, a pesar de todo, se está caminando hacia una mayor igualdad social, como es el caso del mayor nivel que están alcanzando las mujeres, se les podría recordar que, efectivamente, en tiempos pasados la cosa estaba verdaderamente «oblicua». Así por ejemplo, Ganivet a principios del siglo XX nos dejó la siguiente joya: «El porvenir próximo de la cuestión femenina parece ser la gradual emancipación, y con ella el rebajamiento del hombre y de la sociedad. Y si llega un día en que la mujer de carrera, hoy tolerable por ser un bicho raro, se encuentre en todas partes…, habrá que suplicar a la providencia que caiga sobre nosotros una nueva invasión de bárbaros y de bárbaras, porque puestos en los extremos es preferible la barbarie a la ridiculez… La civilización trae el rebajamiento, y el caso particular éste de las mujeres nos lo patentiza». ¿No te parece estar oyendo las críticas contra las «feminazis» procedentes de la caterva de las álvarezdetoledo, monasterios, ussias y demás ralea?
Conclusión: no parece que don José Ortega y Gasset estuviera muy acertado cuando tanto se preocupaba por la rebelión de las masas, aunque cabe decir en su defensa que han resultado poco edificantes los momentos que los «populistas» han tomado el poder (alcanzado los cielos) y apostado por su revolución; a la postre siempre decepcionaron y la cosa suele acabar en pendulazo retrogrado. Pero a Ortega, de haber vivido en nuestros días, no se le habría escapado la ridícula (y trágica) rebelión de las élites, que nos transmiten sus ideas individualistas y egoístas, su codicia de dineros y puestos y su difusión del odio cerval hacia quienes no comulguen con sus rancias ideas. Estos dogmas constituyen la santísima trinidad antidemocrática de nuestras privilegiadas élites «patrióticas»: egoísmo, codicia y odio.