La contrarreforma agraria: la revuelta de los tractores y las subvenciones

Para La Donça de Clès, tan inquisitiva siempre.

Desde el cuarto de mi residencia oigo el runrún de los tractores que se dirigen a cortar la autopista en protesta por la situación ruinosa de la agricultura de nuestro país. Y me quedo el resto del día reflexionando sobre lo que he vivido y leído respecto al campo a lo largo de mi vida. Después, a mitad de la noche, me levanto y me da por poner mis reflexiones por escrito. Y eso es todo, querido lector… o lectora.

¡Qué trajín lo de la Reforma Agraria en los tiempos de la República! El presidente Azaña, en sus diarios de 1932, criticaba duramente a su propio ministro, Marcelino Domingo, por la lentitud exasperante con la que llevaba a cabo la imprescindible Ley de la Reforma Agraria, con la que se pretendía apaciguar ─al menos─ la ebullición social producida por las angustiosas condiciones de vida de los jornaleros, yunteros y aparceros. Entonces más de la mitad de la mano de obra se dedicaba (cuando la contrataban) a las labores agrícolas, siendo en su mayor parte analfabeta. Las mínimas condiciones de subsistencia convertían a las masas en caldo de cultivo de las ideas radicales, sobre todo anarquistas. Las huelgas promovidas por los anarquistas constituían la principal alteración del orden público, con frecuentes enfrentamientos y muertos, tanto de guardias civiles como de campesinos en la subsiguientes represiones por las fuerzas de orden.

Poco se hizo para atajar el problema en el llamado bienio republicano-socialista de 1931‑1933. Peor fue la cosa en el llamado bienio negro 1933-1935, gobernado por el centro derecha. En este último año, un ministro de la CEDA, Federico Salmón, puso en marcha una ley para la bajada de salarios en el campo. Los propietarios egoístas se ufanaban delante de los jornaleros diciendo: ahora, ¡comed República! Un mi abuelo, mayoral al servicio de unos propietarios, recibió por teléfono la orden desde Madrid de anunciar la bajada del salario de los jornaleros; ante la tensa situación que se creó, con ánimos exacerbados, se despidió y se marchó a su casa. Con estos antecedentes, no es de extrañar que en las elecciones de febrero de 1936 se diese la vuelta a la tortilla, y los abusos cambiaran de bando.

En 1936, bajo un gobierno republicano mediatizado por las numerosas huelgas convocadas por los anarquistas y los socialistas de izquierdas, los campesinos sin tierra ocuparon por la fuerza varias fincas dedicadas a la caza o escasamente aprovechadas. El Gobierno buscó la solución «legalizando» las ocupaciones y expropiando las fincas de los grandes de España, con el objeto de asentar algunos miles de jornaleros. En Melonares, un pueblo de la Mancha, los trabajadores agrícolas implantaron el siguiente horario de trabajo. Se reunían a la hora oficial de comienzo del trabajo en la plaza del pueblo. Cuando el reloj de la torre daba las campanadas del comienzo de jornada, se ponían parsimoniosamente en marcha hacia el tajo. Dadas las dilatadas distancias de la Mancha, podían tardar varias horas en llegar al corte. Llegados allá, se preocupaban de guardar religiosamente el tiempo de la comida. Después calculaban iniciar el regreso (podía ser de otras varias horas) para llegar a la plaza del pueblo cuando el reloj de la torre diese las campanadas correspondientes al fin de la jornada. Un propietario, no pudiendo resistir lo que consideró una afrenta personal, se puso de pie en el basurero existente al final del corral de su casa y se disparó la escopeta de caza debajo de la barbilla.

Anécdotas aparte, la situación era dramática. Hasta José Antonio Primo de Rivera había elaborado en sus discursos en el Congreso unas ideas relativamente avanzadas para solucionar la grave «cuestión agraria» por medio de una reforma. A medida que avanzaba 1936, la situación política se fue agravando por parte de casi todos.

Mis padres vivían relativamente cerca de la Casa del Pueblo. En el salón de actos se celebraban mítines en 1936 casi a diario, hasta altas horas de la madrugada. Como eran meses de buen tiempo, las ventanas estaban abiertas y se oían las arengas de los oradores y el griterío de las respuestas de los asistentes. Cantaban a coro: mientras el gañán ara de estrella a estrella, el señorito dándose la vida güena. Y también, el orador/agitador se dirigía a las masas enardecidas preguntando retóricamente: ¿Para qué sirven las hoces? A lo que en un clima de exaltación, los asistentes respondían a gritos: ¡Pa cortarle la cabeza a los señoritos!

Como podría resultar fácil de prever, la Guerra Civil no arreglo los problemas de fondo, más bien los agravó durante bastantes años ahogándolos en sangre. Para dar salida a la situación, en octubre de 1939, es decir, pocos meses después de finalizada la contienda, se creó el Instituto Nacional de Colonización, que constituyó un Estado dentro del Estado. Su objetivo principal era favorecer la producción de alimentos en una época de hambre y de autarquía. Sus cometidos comprendían la creación de nuevos pueblos (de colonización) que asentasen los campesinos sobre el terreno; la construcción de infraestructuras de comunicación, electrificación y riegos; la promoción de cultivos proporcionando maquinaría, medios materiales y préstamos a los colonos; la formación de los mismos en las tareas agrarias y en la religión; etc.

Sin embargo, muchas veces el discurso oficial de la posguerra (que pretendía apaciguar mínimamente la difícil situación) chocaba con el ambiente conservador, tradicionalista y revanchista de pueblos agrícolas grandes y medianos. Hubo alcaldes, ricos propietarios, que la primera medida que tomaron después de la Guerra fue la de suprimir el instituto de segunda enseñanza de la localidad, argumentado: «Si todo el mundo estudia, ¿quién va a arar?»

A pesar de todo, la vida y la evolución (otros dicen el progreso) se abre camino. Dos hechos vinieron a alterar la situación de estancamiento derivada de la lucha fratricida. Una fue el afán de progresar que invadió a los sobrevivientes y sus hijos. Pasados los oscuros años 40, la sociedad se puso en marcha. Se comenzó a abandonar en masa los pueblos y a dirigirse a las grandes capitales en busca de mejorar el nivel de vida. Otra causa de mejora fue el afán de estudios que se despertó en la población para mejorar la posición económica (el llamado ascensor social). Ya no eran solamente los hijos de los propietarios los que acudían a las universidades a estudiar preferentemente derecho; el deseo de dar estudios a los hijos comenzó a extenderse como una mancha de aceite entre las clases media y media-baja y a diversificar los estudios. Paralelamente se produjo otro hecho singular respecto al campo: su mecanización; comenzaron a proliferar «ferias del campo», tractores, cosechadoras, motores de riego, etc., … y nos fuimos comiendo como salchichón desde la década de los 50 el ganado de tiro, compañero inseparable del hombre en las faenas agrícolas desde tiempo inmemorial.

En la década de los 70, la situación en el campo había cambiado. Ya se había dejado atrás las ansias de una reforma agraria basada en el reparto de tierras entre los campesinos más pobres. Se había producido una gran emigración a las ciudades, se estaba mecanizando el campo y desarrollando los riegos. Poco antes de la entrada en el Mercado Común europeo, los rendimientos agrarios eran bajos y ocupaban una posición menor en relación con las actividades industriales, comerciales y de servicios. La reforma agraria había comenzado a dejar de tener sentido.

La entrada de España en la Unión Europea (1 enero de 1986) vino a ser un auténtico balón de oxígeno para los propietarios agrícolas. Desde entonces, gracias a la Política Agraria Común (PAC), los subsidios (ayudas) al campo comenzaron a constituir una parte importante de los ingresos agrarios (como media el 25% y en algunos productos o superficies, hasta el 50% del total de ingresos), junto a los rendimientos y beneficios del sector hortofrutícola de exportación. La huida de la mano de obra nacional de las faenas agrícolas y su sustitución por emigrantes cambió las relaciones de trabajo en el campo, desapareciendo las tensiones históricas creadas por los trabajadores sin tierra, pues los emigrantes ─a veces sin papeles─ eran fácilmente dominados por los propietarios y las «fuerzas vivas» de la localidad. Durante las dos décadas a caballo sobre el año 2000, los ingresos derivados de la PAC se emplearon en capitalizar el campo y, en buena parte en remozar y ampliar el caserío de los pueblos agrícolas. Un amigo albaceteño me confesaba: «Está mal que yo lo diga; pero ¡nos estamos forrando con la PAC!»

En nuestros días la contribución al PIB del sector primario (agricultura, ganadería, pesca, minería, selvicultura, etc.) es menor del 3%, mientras que los trabajadores empleados no llegan al 5% del total. El campo se encuentra dominado por las organizaciones agrarias, cuyos directivos se mantienen durante décadas, dominando la distribución de las ayudas europeas y, en ocasiones, intermediando en la financiación de determinadas actividades agrarias, no siendo infrecuente que los mismos directivos hayan dirigido las cajas de ahorros de tipo agrario, hasta su quiebra producida por la Gran Recesión iniciada en 2008. Con ello se está volviendo al sistema del antiguo caciquismo, haciendo valer ante los partidos políticos de la derecha el valor de los votos del campo, apoyados en un sistema electoral que prima a las provincias agrarias, ahora llamada la España vacía o vaciada (vaciada, ¿por quién?).

Últimamente han surgido nuevos problemas en el campo. Por una parte, la distribución de las ayudas de la PAC, que se concentraba en las grandes explotaciones, da lugar a una fuerte oposición de las organizaciones agrarias a la alteración del statu quo que podría causar la nueva PAC, que desea orientar la política de ayudas más selectivamente.Por otra parte, se ha incrementado el fenómeno especulativo en el campo, en dos vertientes: el crecimiento por la iniciativa privada de los riegos (en la última década, según datos del ESYRCE, del ministerio de Agricultura, se han puesto en riego en nuestro país cerca de 600 000 ha con aguas subterráneas ─no todas legales─, lo que pone de manifiesto el rendimiento crematístico de los cultivos. Por otra parte, el crecimiento arriesgado de superficies para el cultivo de productos agrícolas de exportación, forzando o saltándose las preceptivas autorizaciones agrarias o hidráulicas, con afecciones medioambientales importantes (caso, por ejemplo, del Mar Menor). Todo ello agravado por la política de las grandes empresas comercializadoras o de exportación, que no dudan en fijar precios abusivos o recurrir a importaciones de terceros países en periodos de sequía (o, incluso, fuera de ellos) con objeto de mantener/maximizar sus mercados y/o beneficios.

En estas circunstancias llegamos a las tractoradas de nuestros días, que sorprenden, entre otras cosas, por las numerosas unidades movilizadas, con vehículos grandes y nuevos, lo que pone de manifiesto ─en primer lugar─ la elevada capitalización del campo. Las organizaciones patronales agrarias han organizado la revuelta «a la catalana»; es decir, cogiendo al Gobierno que acababa de tomar posesión por total sorpresa, sin enterarse en absoluto, a modo de «golpe de mano». Nos enteramos entonces los «mortales de a pie» que en el campo había unos graves problemas que no habían salido hasta entonces. La «visibilidad» de las protestas estuvo bien planeada. En Don Benito se indicaba a un grupo de fornidos manifestantes: «los que se vayan a pegar, que pasen adelante», con objeto de salir con notoriedad en el telediario, con disturbios «a la francesa» entre los «pobres» agricultores y las «represivas» fuerzas del orden. En días sucesivos, a modo de ronda, están saliendo los tractores en distintos puntos de la geografía y cortando carreteras y autopistas, hasta que «el comité de huelga», sin dar la cara, ordene parar para no hacer a los tractoristas/propietarios demasiado antipáticos a los ojos de los sufridos usuarios de las carreteras.

¿Cuál es la razón de ser de las protestas? Se han propuesto variadas razones, lo que hace sospechar que no había ninguna fundamental. La primera que se ha presentado ha sido la escasa remuneración de los productos del campo, con abuso de las grandes cadenas de distribución. Pero, ¿no tienen las organizaciones patronales agrarias, tan determinantes en lo que les interesa, capacidad de organización para enfrentarse a las grandes cadenas de distribución y conseguir mejores precios de sus producciones ─dentro, por supuesto, de un mercado libre? ¿No les siguen ciegamente y con total fe sus afiliados en cosas más arriesgadas y menos determinantes?

Luego se alegó que la subida del salario mínimo interprofesional perjudicaba gravemente el coste de los productos agrarios, apreciación de parte que coincidía con el hecho de que entre los manifestantes no había ni un solo jornalero, ni tampoco un solo emigrante; se trataba de una revuelta de propietarios, no sabemos si a título principal o no. O sea, ¿otra vez la «ley Salmón» de 1935, como en los desgraciados tiempos de la República?

Por último, se puso en escena que se trataba de una presión sobre el Gobierno de cara a la negociación de los presupuestos europeos para los próximos siete años, con modificación de la PAC, de manera que las reclamaciones de los manifestantes en tractor se centran en conservar el statu quo, sin cambiar el montante de las subvenciones y su repartoque beneficiaba descaradamente a los nuevos caciques del campo. ¿Qué debe hacer el Gobierno ante tal demostración de poderío de los jóvenes/viejos caros/baratos caciques agrícolas? Pues tomar unas medidas inteligentes: nada de oponerse a ellos y menos por la fuerza; ante las embestidas, mantazo por acá, mantazo por allá, hasta que el morlaco se canse y se pueda poner en suerte…

En serio, desde el punto de vistas económico, ¿cómo se puede resolver un problema que pretende, por una parte, apelar venga o no a cuento, a la libertad de mercado cuando interesa, y, a la vez o sucesivamente, a la intervención estatal de costes y precios cuando «venga bien para el convento»? Como diría Lamo de Espinosa, keynesianos o friedmanianos según convenga. ¿Pero tan débiles son las organizaciones patronales agrarias (las de la magnífica manifestación en tractor) que no pueden conseguir mejores precios para los productos agrícolas de sus asociados? ¿No se convirtió el vino, de ser un producto barato y de calidad mejorable, en un artículo de mucha mayor calidad y valor gracias al movimiento cooperativista y a las producción de marcas bajo denominaciones de origen? A lo mejor se tendrían que completar los frecuentes viajes a Bruselas con mejores actuaciones en el mercado interior, superando las meras protestas copiadas del movimiento de los «indignados». Conclusión. Recuerdo a los agricultores de los años 50, los que cultivaban la tierra con su propio esfuerzo, con dificultades de supervivencia, gente honrada, de carta cabal, «a la buena fin». También a los ganaderos, esclavos de la atención de los animales, que tuvieron que dejar sus negocios debido a las exigencias europeas. Dejando aparte un buen número de agricultores actuales, preocupados por productos sanos y de calidad, a los que las ayudas no les llegan o les llegan mínimamente, y tienen dificultades para subsistir, así como los ganaderos «acorralados»; digo, dejando aparte estos agricultores y ganaderos de vocación, que deberían recibir mayor atención y ayudas, fuera de estos encomiables colectivos, la pregunta que se puede formular es: ¿qué tienen que ver aquellas buenas gentes de los años 50 y los colectivos actuales vocacionales, con los nuevos caciques y especuladores que han caído sobre nuestros campos? ¿Qué se pretende con los poderosos, nuevos y caros tractores utilizados como vehículos de unas pretensiones crematísticas de subvenciones y ayudas desaforadas ─como se han acostumbrados en las últimas décadas─? ¿No se podría estar promoviendo una solución estilo chino: ¡capitalismo más una agobiante intervención estatal!?

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