El fin puede justificar los medios, pero ¿quién justifica el fin? (Albert Camus)
La política hidráulica española desde el Plan de canales y pantanos alimentadores de 1902 (Plan Gasset) hasta la década de 1990 ha sido principalmente una política agraria de riegos. Se trataba de aprovechar un bien que se desperdiciaba. Juan Álvarez Mendizábal, un político liberal de mediados del siglo XIX, llegó a exclamar: España no será grande mientras los ríos desemboquen en el mar, consigna que, sorprendente e impensadamente, vuelve a repetirse siglo y medio después cuando, por ejemplo, el Ebro desagua al mar una gran avenida a través de su delta.
El empeño de construcción de obras hidráulicas y transformaciones de tierras en regadío tuvo su razón de ser para la redención del país en palabras de Joaquín Costa a finales del siglo XIX. Es justo subrayar el éxito de esa política a lo largo del siglo XX (especialmente en el periodo 1950‑1990), convirtiendo un territorio azotado por grandes hambrunas en un país exportador de productos agroalimentarios. En el último año el capítulo de «alimentación, bebidas y tabaco» vino a representar el 18% del valor de las exportaciones, unos 50 000 millones de euros.
Asimismo no se pueden olvidar las realizaciones para el aprovechamientos de la energía de los saltos de agua, que contribuyeron notablemente al despegue económico del país después de la guerra civil. Por fin, aunque no menos importante, las presas y las captaciones subterráneas han conseguido un suministro urbano prácticamente universal y de calidad, contribuyendo a la salud y el confort de los ciudadanos.
En resumen, como fruto de la «política hidráulica», España cuenta con una gran capacidad de almacenamiento de agua. Como Hegel decía que la verdad es siempre concreta, concretemos. El Boletín Hidrológico del ministerio del ramo recoge 360 embalses de una capacidad mayor de 5 hm3, que totalizan unos 56 000 hm³. Como existen cerca de otros 1000 embalses formados por grandes presas, más decenas de miles de pequeños embalses y azudes, más balsas, más el almacenamiento renovable en el ciclo anual de la parte superior de los acuíferos subterráneos, la capacidad total de almacenamiento de agua en nuestro país es superior a los 60 000 hm³ y probablemente del orden de los 65 000 hm³.
Las disponibilidades que aseguran/garantizan estos almacenes superan los 40 000 hm³ anuales, incluyendo aguas regeneradas, desaladas, retornos de los distintos usos, y extracciones de acuíferos de forma sostenible (dejemos aparte la sobreexplotación, que es necesario revertir).
Frente a estas disponibilidades los principales usos consuntivos son unos 20 000 hm³ anuales en riegos y unos 5000 hm³ anuales en usos urbanos e industrias no conectadas a redes urbanas. Total, unos 25 000 hm³ anuales.
En resumen, gracias a la gran labor realizada ─sobre todo en el siglo XX─ España cuenta con una capacidad de almacenamiento de agua mayor de 60 000 hm³, una disponibilidad anual asegurada de unos 40 000 hm³ y un uso de unos 25 000 hm³ anuales. Ante estas cifras se puede concluir que nuestro país dispone de suficiente infraestructuras hidráulicas para el aprovechamiento del agua, sin perjuicio de que existan situaciones que reclamen nuevas actuaciones, pero de escala local o, en menor medida, regional. Por consiguiente, el foco de atención se debería dirigir ahora hacia el mejor gobierno de los recursos y sus aprovechamientos.
Volvamos atrás. A la entrada en vigor de la Ley de aguas de 1985, los problemas significativos del agua en España eran, en primer lugar, la satisfacción de las demandas (verdadera obsesión nacional) y, a continuación, los problemas nuevos que habían aparecido en el gran teatro del agua español: el deterioro de la calidad de las aguas, que necesitaba la instalación de plantas de depuración, así como la degradación de los ríos y ecosistemas ligados al agua, que requerían actuaciones de diversos tipos.
Pero la Ley de Aguas de 1985 cometió un error de bulto: la introducción de la planificación hidrológica como un instrumento para llevar a cabo una política del agua de tipo desarrollista: más presas y trasvases para el riego, subvenciones a la agricultura a través del agua y sus infraestructuras, ayudas opacas a la exportación de productos agroalimentarios, etc. Es decir, una especie de planificación económica centralizada, propia de regímenes políticos que implosionarían pocos años después, a partir de 1989. A la altura de 1985, la planificación económica estaba no solo en desuso en los países occidentales de nuestro entorno, sino que se encontraba condenada por las nuevas doctrinas de las ideologías políticas dominantes de uno y otro signo.
Si como decía Ortega, «España es el problema, Europa la solución», en el caso del agua España tomó un camino divergente del europeo. Como si aún estuviésemos en la dictadura anterior, nuestros rectores de la política del agua tomaron decididamente el camino de la política tradicional/inercial. El programa del partido político ganador de las elecciones de 1989 reducía la política hidráulica a la construcción de 75 presas para el riego, sin tomar en consideración la ampliación y mejora del abastecimiento de población ni otras cuestiones sobre la calidad del agua y el cuidado ambiental. En este sentido, la política del agua se manifestaba heredera de los Planes de Desarrollo Económico y Social de la época de la dictadura, sin considerar que el III Plan había tenido que ser relegado y olvidado por sus propios autores por quedar fuera del tiempo.
Unos años después, la propuesta del Plan Hidrológico Nacional de 1993 contemplaba aumentar hasta 400 000‑600 000 hectáreas las superficies regadas en España, sin considerar que la política europea caminaba en sentido contrario debido a la cuestión de los excedentes agrarios. El Plan de 1993 consistía en una memoria de declaración de buenas intenciones y un nutrido listado de obras sin relación con la memoria, listado extraído de entre el polvo de los anaqueles de la administración hidráulica; obras que se declararían de interés general, es decir, financiadas en su práctica totalidad por el Estado y con muy escasa recuperación posterior de los costes de inversión.
A finales de los 90, la Unión Europea decide elaborar una Directiva Marco del Agua para afrontar los problemas que se presentaban en el ámbito de la Unión. El equipo de técnicos españoles que intervinieron/entorpecieron la redacción de los documentos previos, llevaron a cabo una doble tarea: por una parte, presumieron de que nuestro país contaba con gran experiencia en planificación hidrológica y podíamos dar lecciones urbi et orbi sobre la materia; por otra, siguieron las órdenes superiores de preservar nuestras tradiciones de provechar para riegos hasta la última gota de nuestros ríos, boicoteando si fuere preciso la manía de los nórdicos de su preocupación por el medio ambiente. O sea, no se enteraron de la misa la media. Como en el viejo eslogan fraguista, España pretendía seguir siendo diferente.
Tampoco al parecer, los otros europeos les hicieron gran caso a los nuestros, porque la Directiva salió como salió; es decir, con el objetivo de mantener y proteger el medio acuático de la Comunidad (Considerando 19), aunque la redacción de la Directiva no constituya precisamente un ejemplo de claridad, concisión y operatividad. Pero nuestros técnicos tomaron su revancha en su transposición/adulteración de la Directiva a nuestro ordenamiento jurídico. Como trileros consumados (aunque presumiblemente de buena fe), transmutaron los «planes de gestión de cuenca» de la Directiva, encaminados a la protección hidromorfológica, biológica y química de los ecosistemas acuáticos, así como su protección frente al vertido de sustancias contaminantes; como decimos, hicieron un mix con los planes de gestión de cuencas europeos y nuestros rancios planes hidrológicos de desarrollo de riegos por encima de todo. Y salió, como sería de esperar, el monstruo de Frankenstein. Resultado: después de presumir que éramos expertos en planificación hidrológica, a nuestro país se le indigestaron los Planes hidrológicos de cuenca, en cuya realización se consumió una década, fuimos el último país europeo en presentarlos, ganándonos de paso una sanción por retraso, e hicimos el mayor de los ridículos. Pero, y esto era importante, podíamos seguir aumentando nuestros regadíos…¡aunque no hubiese agua! Y así se hizo en la década de 2010; la iniciativa privada puso en riego con aguas subterráneas (legales, ilegales, alegales, infralegales, …) unas 400 000 hectáreas dedicadas principalmente al riego de olivos, vides y cereales.
Entretanto, fuera de la capsula de la política del agua pasaban otras cosas. La intelligentsia agronómica, más en contacto con lo que sucedía por el mundo, rechazó de plano el Plan Hidrológico Nacional de 1993 y miró para otro lado con el Plan de 2001. Su objetivo se centraba en la mejora de lo existente y en orientar las producciones hacia la calidad, con dificultades de entendimiento con sus políticos rectores (en todos sitios cuecen…etc.). Por otra parte, Hacienda recortó drásticamente las inversiones en presas ante la creciente oposición de diversos colectivos intelectuales, academicistas, ambientalistas, ciudadanos, radicales, protestatarios ,…
Llegamos a la situación actual, con unos Planes Hidrológicos de cuenca (los de tercer ciclo) que repiten con pocos cambios los de los ciclos anteriores empujados por la inercia; con una participación pública aburrida; con unos presupuestos de fuera del tiesto sin credibilidad alguna; con desconexión entre las administraciones públicas teóricas ejecutoras del plan; sin financiación definida y razonable; con objetivos ilusorios que ignoran la Directiva europea; con unos funcionarios desmotivados; y con un listado de obras con su propio albedrío, de los tiempos de los riegos del Alto Aragón de 1915. Esto es lo conseguido, y en esto consiste el gran error de la política del agua.
Los técnicos españoles que intervinieron en la merdé tuvieron, no obstante, un momento de lucidez, quizá presionados por el mundo académico ambientalista. En al transposición/adulteración de la Directiva introdujeron los caudales/necesidades ambientales o ecológicas con preeminencia respecto a los usos productivos. Pero enseguida, quizá arrepentidos, los condicionaron a los usos existentes (¿y previsibles?) con un fantasmal proceso de negociación. Es decir, el Estado soberano se allanaba a dar satisfacción a intereses particulares afectados por el interés social o general, incluso el lucro cesante. Intereses generados ─aquí reside el quid de la cuestión─ por concesiones que graciosamente les había otorgado el propio Estado. Todo ello amparado por una indefinida y abusiva seguridad jurídica. ¿Qué diría Hegel acerca de esta burla al Estado soberano, o León XIII sobre la postergación del bien social frente al bien particular?
¿Por qué no se siguió el criterio de los demás países europeos: una transcripción cuasi literal de la Directiva Marco del Agua, con un programa de medidas con más medidas legislativas, fiscales, de ordenación, de gestión, de policía, etc., que de obras? Con ello, protegeríamos los recursos y los ecosistemas asociados y obtendríamos las posibles disponibilidades para llevar a cabo su uso prudente y racional, que no tiene por qué ser imperativo. ¿Por qué no se deja, de una vez, las actuaciones de aprovechamiento a la iniciativa privada centrándose la administración en la gestión del dominio público del agua, incluido el régimen concesional? Las Confederaciones serían Comisarías de Aguas a las que se incorporaría la supervisión de la gestión del agua y la gestión de avenidas y sequías. Las Oficinas de Planificación serían centros de estudios, a modo de estado mayor. ¿Estamos aún a tiempo de rectificar el gran error y, con escasos cambios en nuestra legislación, ciñéndonos a las directivas europeas, volver a la senda que se debió tomar desde el principio? ¿Debería la Dirección General del Agua asumir/integrar, de una vez por todas, el Centro de Estudios Hidrográficos, auténtico think tank de nuestra errónea política del agua.