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El pasado 25 de febrero asistí en el Teatro Real a la representación de “La Valquiria», de Richard Wagner. Me sorprendió su valiente puesta en escena, quizá lo menos valorado o claramente rechazado de la representación, sin que el director de escena fuese llamado a saludar al final.
En el segundo acto la escena se sitúa en una sala con clara simbología del Tercer Reich, un Valhalla nazi; los personajes míticos, vestidos con uniformes de la Wehrmacht, son reencarnación de los dioses de la mitología nórdica en dirigentes nazis. En el tercer acto, la escena simboliza la batalla de Stalingrado, con el suelo nevado, cayendo copos y cadáveres de soldados por todos sitios; el único elemento en la escena es un vehículo reventado por las bombas en el centro. Dentro de este escenario, la música y los cantantes conducen invariablemente a «la caída de los dioses», por encima de la trama mítica de la obra. Frente a ello, lo que le sucedía a Sigmund, Siglinda, Wotan y Brunilda quedaba desdibujado.
Todo ello me ha llevado a hacer unas reflexiones sobre las principales ideologías del siglo XX: unas que se creían fenecidas por su carácter irracional que parecen revivir; mientras otras, a las que se atribuía una racionalidad de principio, han desaparecido por el desagüe de la historia debido a su erróneo devenir. Para las reflexiones hemos utilizado de manera intertextual «El hombre rebelde», de Albert Camus.
Hitler era solamente una fuerza en movimiento, corregida y hecha más eficaz por los cálculos y una implacable clarividencia táctica. Solo la acción le mantenía en pie. Para él ser era hacer. Por eso Hitler y su régimen no podían prescindir de enemigos. No podían definirse sino con relación a sus enemigos, tomar forma sino en el combate encarnizado que debía destruirlos. El judío, los masones, los comunistas, las plutocracias, los eslavos se han sucedido en la propaganda y en la historia para levantar, cada vez a una altura un poco mayor, la fuerza ciega que marchaba hacia su término. El combate permanente exigía excitantes perpetuos.
Hitler era la historia en su estado puro. «Devenir ─decía Jünger─ vale más que vivir». Rosenberg hablaba pomposamente de la vida: «El estilo de una columna militar en marcha, y poco importa hacia qué destino y para qué fin esta columna esté en marcha». Después de esto, la columna sembrará la historia de ruinas y devastará su propio país, pero por lo menos habrá vivido. La verdadera lógica de este dinamismo era la derrota total o bien, de conquista en conquista, de enemigo en enemigo, el establecimiento del imperio de la sangre y la acción.
El fascismo es, efectivamente, el desprecio. A la inversa, toda forma de desprecio, si interviene en política, prepara o instaura el fascismo. «El hecho es todo», decía Mussolini. Y Hitler: «Cuando la raza corre peligro de que la opriman…la cuestión de la legalidad no desempeña sino un lugar secundario». Añadía: «Estoy dispuesto a firmarlo todo, a suscribirlo todo…En lo que me concierne, soy capaz, con toda buena fe, de firmar hoy tratados y romperlos mañana fríamente si el porvenir del pueblo alemán está en juego». Por lo demás, antes de declarar la guerra, el Führer declaró a sus generales que más tarde no se preguntaría al vencedor si había dicho la verdad. «El vencedor será siempre el juez y el vencido el acusado».
Hitler, en todo caso, inventó el movimiento perpetuo de la conquista sin el cual no habría sido nada. Pero el enemigo perpetuo es el terror perpetuo, esta vez al nivel del Estado. Mussolini, jurista latino, se contentaba con la razón de Estado, sólo que la transformaba , con mucha retórica, en absoluto. «Nada fuera del Estado, por encima del Estado, contra el Estado. Todo del Estado, para el Estado, en el Estado». La Alemania hitlerista dio a esta falsa razón su verdadero lenguaje, que es el de una religión. Una declaración oficial del partido decía: «Todos nosotros, aquí abajo, creemos en Adolf Hitler, nuestro Führer, y confesamos que el nacionalsocialismo es la única fe que lleva a nuestro pueblo a la salvación».
Cuando todos son militares, el crimen consiste en no matar si la orden lo exige. La orden, por desgracia, exige raras veces que se haga el bien. El puro dinamismo doctrinal no puede dirigirse hacia el bien, sino solamente hacia la eficacia. Mientras haya enemigos habrá terror; y habrá enemigos mientras exista el dinamismo, para que exista. Los enemigos son herejes y deben ser convertidos mediante la predicación o propaganda o exterminarlos mediante la inquisición o Gestapo. El terror transforma en cosas a los hombres, «bacilos planetarios», según la fórmula de Hitler. Antes se afirmaba que Hitler ofrecía el caso, quizá único en la historia, de un tirano que no ha dejado nada en su activo. Hoy no se puede afirmar contundentemente que la revolución irracional alemana no tenga porvenir, por lo menos para algunos políticos y sus seguidores en muchos países europeos, asiáticos y americanos. Por el contrario, el comunismo ruso que tomó a su cargo la edificación, después de la muerte de Dios, de una ciudad del hombre por fin divinizado, ha resultado una revolución racional desleída y totalmente fracasada.