Las revoluciones racionales e irracionales del siglo XX (Tercera Parte)
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Después de leer los escritos sobre las revoluciones de uno u otro signo político del siglo XX, iniciadas por el ilustre acuadémico Gregorio Villegas y seguida con menor fortuna por el diablillo familiar que se hace llamar El Mengue, tengo que comenzar confesando mi envidia por habernos traído a estas páginas temas que tanta importancia han tenido en el siglo XX, sobre todo en las discusiones de las veladas de los colegios mayores, entre estudiantes progres, fachas y burgueses. O sea, que me han picado y quiero yo también poner mi cuarto a espadas con una Tercera Parte que, como podrá apreciar el sabio lector, proceden de mi desplazamiento al color rojo.
Pero lo que quiero yo tratar exclusivamente es de una cuestión a la que le vengo dando vueltas desde hace muchos años. Dicho brevemente: cómo es posible que un número no menor de personas de formación («capacidades» se decía principios del siglo XX), inteligentes, sensibles y cultas hayan tenido como «religión civil» (o atea) el marxismo/comunismo, llegando incluso hasta el martirio en defensa de esas ideas, cuando, por una parte, la opinión generalizada de la «gente bien» abominaba de estas doctrinas; y, por otra, bastantes de sus militantes (con o sin cualificación) hayan sido capaces de prácticas de terror siguiendo esas doctrinas, en la oposición o en el poder, incluso contra otros comunistas. A esto voy a dedicar unos párrafos apoyándome ─como han hecho los acuadémicos autores de las anteriores entradas─ en trabajos publicados sobre la cuestión, como son los del polaco Leszek Kolakowski recogidos por Tony Judt en «The New Yorrk Review of Books», septiembre de 2006.
El marxismo era la «estructura» profunda de buena parte de la política progresista. El lenguaje marxista daba forma y una coherencia implícita a muchas clases de protesta política. En ese sentido, la pérdida del marxismo como forma de relacionarse críticamente con el presente ha dejado un espacio vacío. Con el marxismo han desaparecido no solo los regímenes comunistas y sus epígonos extranjeros, sino todo el sistema de supuestos, categorías y explicaciones creado durante los últimos ciento cincuenta años y que habíamos dado en considerar como «la izquierda». Todo el que haya observado la confusión de la izquierda política en Europa o en EEUU en las últimas décadas se habrá preguntado: ¿Pero qué defiende? ¿Qué quiere la izquierda?
Pero el atractivo del marxismo tuvo una razón más, y aquellos que en los últimos años se hayan apresurado a saltar sobre su cadáver y proclamar «el fin de la historia», o la victoria final de democracia y el libre mercado, harán bien en reflexionar sobre la cuestión. Warren Buffet, el gran inversor/especulador bursátil exclamaba: «La lucha de clases existe… y la estamos ganado los ricos». Si generaciones de hombres y mujeres inteligentes y de buena fe estuvieron dispuestos a dedicar su vida al proyecto comunista no fue solo porque un cuento seductor de revolución y redención les hubiera inducido un estupor ideológico. Fue porque les atraía irresistiblemente su mensaje ético subyacente: el poder de una idea y un movimiento dedicados firmemente a representar y defender los intereses de los parias de la tierra. La baza más fuerte del marxismo era lo que se ha denominado «la seriedad moral de la convicción de Marx del que el destino de nuestro mundo en su conjunto está unido a la condición de sus miembros más pobres y desfavorecidos».
El marxismo, como reconoce el historiador polaco Andrzej Walicki ─uno de sus críticos más acerbos─, fue «la reacción a las múltiples insuficiencias de las sociedades capitalistas y la tradición liberal». Si el marxismo cayó en desgracia en el último tercio del siglo XX fue en buena medida porque los peores defectos del capitalismo parecían superados. La tradición liberal ─gracias a que inesperadamente había conseguido adaptarse al desafío de la Depresión de 1928 y la II Guerra Mundial y había dotado a las democracias occidentales de las instituciones estabilizadoras del New Deal (FMI, Banco Mundial y GATT, derivadas de Bretton Woods) y el Estado de Bienestar─ habían triunfado sobre sus críticos antidemocráticos de izquierda y de derecha. Entonces parecía fuera de lugar una doctrina política que había estado perfectamente situada para explicar y explotar la crisis y las injusticias de otra era.
Sin embargo, hoy las cosas están volviendo a cambiar. La Gran Recesión de 2008, con sus crisis global de la financiarización de la economía y las especulaciones bursátiles e inmobiliarias, así como la Pandemia de 2020 (cuyos efectos no llegamos aún a vislumbrar), vuelven a poner en la agenda política ideas que creíamos «muertas y enterradas». Lo que los contemporáneos de Marx en el siglo XIX denominaban «la cuestión social» ─cómo abordar y superar las enormes disparidades de riqueza y pobreza, y las vergonzosas desigualdades en salud, educación y oportunidades─ quizá haya tenido una respuesta en Occidente, aunque ahora vuelve a la agenda internacional con plena vigencia. La brecha entre ricos y pobres que estaba cerrándose desde la II Guerra Mundial hasta al menos 1970, se está volviendo a abrir, como demuestra Thomas Piketty en su magno estudio «Capital e ideología» (2019), sobre todo en EEUU y Gran Bretaña, pero también en otros muchos países. Lo que a sus prósperos beneficiarios les parece desarrollo económico mundial y la apertura de los mercados nacionales e internacionales a la inversión y al comercio, millones de personas lo perciben con resentimiento como la redistribución de la riqueza global en beneficio de un puñado de empresas y propietarios de capital.
En los últimos años, críticos respetables han estado desempolvando el lenguaje radical del siglo XIX y aplicándolo con un éxito preocupante al siglo XXI. No hace falta ser marxista para reconocer que lo que Marx y otros denominaban «ejército de reserva de mano de obra» está resurgiendo no en los callejones de las ciudades industriales europeas, sino en todo el mundo. Manteniendo bajo el coste del trabajo ─gracias a la amenaza de la deslocalización, la reubicación o la desinversión─ esta reserva global de trabajadores baratos contribuye a mantener los beneficios y a promover el crecimiento: lo mismo que ocurrió en la Europa Industrial del siglo XIX, al menos hasta que los sindicatos organizados y los partidos de los trabajadores fueron lo suficientemente fuertes como para conseguir salarios mejores, un sistema tributario como instrumento redistribuidor y un desplazamiento del equilibrio del poder político decisivo en el siglo XX, lo que dejaba en entredicho las predicciones revolucionaria de sus propios líderes.
En suma, el mundo parece estar entrando en un nuevo ciclo: un ciclo que resultaría familiar a nuestros antepasados del siglo XIX, pero del que nosotros, en Occidente, no tenemos ninguna experiencia. En los años venideros, a medida que aumenten las disparidades visibles de riqueza y se agudicen las luchas por las condiciones del comercio, la deslocalización del empleo, la pobreza infantil, los inmigrantes, los excluidos o los descartados, el control de unos recursos naturales escasos, los desiguales efectos del cambio climático (con tendencia a incrementar aun más las desigualdades entre regiones ricas y pobres), es posible que comencemos a oír hablar con más frecuencia de la desigualdad, la injusticia, la falta de equidad y la explotación ─en nuestros países y en el mundo─. Piketty, en la obra citada arriba ya ha comenzado a exponer estos problemas. Y así, al tiempo que perdemos de vista al comunismo (en el este de Europa ya hay que ser mayor de cincuenta años para tener algún recuerdo de un régimen comunista en la vida adulta), probablemente crecerá el atractivo moral de alguna versión renovada del marxismo.
Si te parece una locura, lector, recuerda esto: el atractivo de alguna versión del marxismo para los antiglobalizadores del mundo entero, que ven en las tensiones y deficiencias de la economía capitalista internacional de hoy precisamente las mismas injusticias y oportunidades que condujeron as los observadores de la «primera globalización económica» de la década de 1890 a aplicar la crítica de Marx al capitalismo. Y como nadie más parece tener nada muy convincente que ofrecer a modo de estrategia para rectificar las desigualdades del capitalismo moderno, la iniciativa vuelve a estar en manos de aquellos que tienen la prescripción más airada y la historia más pulcra. En mayo de 2011 se puso en marcha el movimiento de los indignados 15-M, que ocupó las principales plazas de las grandes ciudades; en Madrid, la Puerta del Sol; en marzo de 2014 se creó el partido político Podemos; en enero de 2020, dicho partido obtuvo la vicepresidencia del gobierno de España y varios ministerios en su escalada para «el asalto a los cielos», volviendo a utilizar expresiones del pensamiento marxista del siglo XIX.
En lo que llevamos transcurrido de este nuevo siglo, nos hallamos ante dos fantasías opuestas pero curiosamente similares. La primera fantasía, muy familiar a los estadounidenses, pero presente en todos los países avanzados, es la autosatisfecha insistencia de comentaristas, políticos y expertos en que el consenso político de hoy ─al carecer de una alternativa clara─ es la condición de todas las democracias modernas bien gestionadas y durará indefinidamente; que aquellos que se oponen a él o están mal informados o sus intenciones son malévolas, y en cualquier caso están condenados a la insignificancia. La segunda fantasía es la creencia de que el marxismo tiene un futuro intelectual y político; no solo a pesar del fracaso del comunismo, sino gracias a él; esta renovada fe en el marxismo ─al menos como herramienta analítica si no como prognosis política─ vuelve a ser, en buena medida por falta de competidores, la moneda de cambio de los movimientos de protesta internacionales. La semejanza, claro está, consiste en la incapacidad de las dos posturas para aprender del pasado. Aquellos que se regocijan ante el triunfo del mercado y la retirada del Estado, a quienes les gustaría que celebrásemos la iniciativa económica sin regulación alguna en el mundo «plano» de hoy, han olvidado lo que ocurrió la última vez que pasamos por ese camino. Parece que ya les están llegando duros sobresaltos, aunque quizá a costa de otros. En cuanto a aquellos que sueñan con volver a escuchar la música marxista, remasterizada digitalmente y libre de los irritantes arañazos comunistas, harían bien en preguntarse qué hay en los sistemas de pensamiento omnicomprensivos que conducen inexorablemente a «sistemas» de gobierno omnicomprensivos. Concluiremos con una frase del desengañado Kolakowski en su crítica al comunismo: «La historia registra que no hay nada tan poderoso como una fantasía cuyo momento ha llegado».