El Homo hydraulicus y su cosmovisión
Propósito e introducción
Se trata de establecer un paralelismo entre el Homo economicus, ente creado y muy querido por los economistas neoclásicos, y un Homo hydraulicus, de nueva creación, figura imaginada para el mundo del agua, con objeto de explicar determinadas ideas y comportamientos en nuestro país relacionados con el aprovechamiento y gestión del recurso hídrico.
Vaya por delante lo que se entiende por cosmovisión: «la visión del mundo, esto es, la perspectiva, concepto o representación mental que una determinada cultura o persona se forma de la realidad. Por lo tanto, una cosmovisión ofrece un marco de referencia para interpretar la realidad; el cual contiene creencias, perspectivas, nociones, imágenes y conceptos» (según la web, sin referencias concretas).
El Homo economicus
El término fue utilizado por vez primera en el siglo XIX por los críticos de la obra de Stuart Mill sobre economía política (1848). Según Stuart Mill: «La economía política no trata de la totalidad de la naturaleza del hombre, modificada por el estado social, ni toda la conducta del hombre en sociedad. Se refiere a él como un ser que desea poseer riqueza y que es capaz de comparar la eficacia de los medios para la obtención de ese fin».
Una ola de economistas de finales del siglo XIX (Jevons, Walras, Pareto) construyeron modelos matemáticos con estos supuestos, con la pretensión de modelizar el comportamiento humano. En esa representación teórica, el Homo economicus se comportaría de forma racional ante estímulos económicos, siendo capaz de procesar adecuadamente la información que conoce y actuar en consecuencia. Desde entonces, tanto las hipótesis como los modelos de la economía «ortodoxa», por medio de la formalización matemática, han descansado sobre estas hipótesis de comportamiento del Homo economicus.
La cosa ha llegado a tal extremo que, en 1973, el economista sueco Axel Leijonhufvud, profesor de la Universidad de California en Los Ángeles, publicó el estudio «La vida entre los econos», en el que realizaba una disección antropológica-sociológica de la profesión e incidía en el papel central de los modelos, a los que atribuyó la forma de cualificarse y ascender en la jerarquía. En concreto radiografió a los «econos», abreviatura inventada de «economistas» para presentarlos como una tribu primitiva, gregaria y formada por miembros recelosos entre sí, y estableció tres principios: el primero, que están muy motivados por el status; el segundo, que el status se obtiene únicamente «fabricando modelos»; y el tercero, que la mayoría de estos modelos «parecen tener escaso o nulo uso práctico». El economista remató el artículo señalando que el papel central de estos «artefactos» llamados modelos llega incluso a tratar con cierta displicencia a las personas o tribus que «no hacen modelos».
Quizá la más certera crítica a la figura del Homo economicus y doctrinas derivadas, proviene de Keynes en su famosa obra «Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero», de 1936. La referida figura le parecía, por una parte, que actuaba con demasiada comprensión de la macroeconomía, sin tener en cuenta la incertidumbre y la racionalidad limitada de las actuaciones reales. Por otra parte, recalcó la existencia de un factor irracional, conocido como animal spirits: los individuos actúan de forma imprecisa, emocional e intuitiva, siendo importante los factores psicológicos, sociológicos y políticos, que influyen, a su vez, en la marcha de la economía. Terminó afirmando que «los economistas, como otros científicos, han escogido las hipótesis de las que parten, que ofrecen a los principiantes, porque es lo más simple y no porque es lo más próximo a los hechos».
El resultado de esta forma de entender la economía puede resumirse en la pregunta de Isabel II, reina de Gran Bretaña, en su visita a la London School of Economics pocas semanas después de producirse la debacle financiera de 2008. La reina dirigió su pregunta a la cúpula de la institución: ¿Cómo es posible que nadie haya previsto lo que se nos venía encima?«
El Homo hydraulicus
Aunque se pueden rastrear antecedentes de esta figura en el siglo XIX y en la primera mitad del XX, podemos centrar su descripción a partir de los años 60, en la época del desarrollismo y la tecnocracia. Su mentalidad nace de un triángulo de hierro constituido por la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid, el Centro de Estudios Hidrográficos (creado para tal efecto en 1960), y la Dirección General de Obras Hidráulicas del ministerio de Obras Públicas.
Se produce una doctrina «ortodoxa», propia de la dictadura imperante, sin posibilidad de críticas de ningún género. La doctrina era la del aprovechamiento «productivo» del agua hasta la última gota, con destino muy mayoritario para la agricultura de regadío, siguiendo la «política hidráulica» de Joaquín Costa que, por razón de la guerra civil, se había quedado congelada y sin puesta al día. La acción principal corrió a cargo de la Administración del Estado, financiando en su totalidad las obras hidráulicas por medio de su declaración de «interés general». La «transformación» de las zonas regables se llevaba a cabo mediante los «planes coordinados» en colaboración con el ministerio de Agricultura, cuyos cuerpos técnicos compartían los «dogmas» políticos y técnicos del momento.
Dentro de dicha doctrina se podrían incluir los aprovechamientos hidroeléctricos, los «saltos de agua» para paliar los persistentes apagones de los años 50 achacados oficialmente a «la pertinaz sequía». Serán llevados a cabo por la iniciativa privada, mediante las empresas Hidroeléctrica Española (Oriol) e Iberduero, que entonces contaba con gran poder de influencia en «el régimen». Sin embargo, quedaban fuera de las preocupaciones ministeriales los abastecimientos de población, que se dejaban en manos de las administraciones locales. El gran fiasco del abastecimiento de agua a Madrid, con graves restricciones desde 1965 por insuficiencia de sus instalaciones, hizo caer al ministro de turno (general Vigón), cesado por el Caudillo por medio de un motorista. Su sucesor, Silva Muñoz, puso rápidamente en marcha un plan de embalses y otras infraestructuras hidráulicas que han permitido el abastecimiento de la capital y la ampliación a su comunidad autónoma hasta nuestros días.
La verdadera preocupación de nuestros homus hydrulicus han sido los riegos. Los embalses se proyectaban y construían con esa cuasi exclusiva misión, a lo que se supeditaban otras funciones, aunque tuviesen mayor prioridad por ley. No se le daba importancia ni a la hidrología ni a la economía. Proyecto ha existido cuya memoria comenzaba con la memorable frase: «Como es sabido, toda obra hidráulica es rentable per se». En cuanto a la hidrología, por ejemplo, el proyecto del embalse de Finisterre (133 hm3 de capacidad) sobre el toledano río Algodor, al no contar ni con estaciones de aforo ni con pluviómetros en su cuenca, se despachaba mediante una analogía con una cuenca del Pirineo, lo que ha dado lugar a un embalse permanentemente vacío o con escasísimo volumen.
No se trata de un caso único; alienados nuestros ingenieros hidráulicos con las presas para «regular» corrientes con destino a la producción agrícola, han sembrado la geografía española con casos «singulares» de desproporción entre la capacidad de embalse y las aportaciones medias de la correspondiente cuenca, como son los casos, entre otros, de La Serena, el mayor embalse de España (3219 hm3) en el río Zújar, atravesable a pie en verano; Guadalcacín (800 hm3) con aportaciones medias de 50 hm3 anuales; Cuevas de Almanzora (161 hm3), en Almería, que se llenó una única vez; incluso el pantano del Ebro (541 hm3), en cabecera de dicho río, que pocas veces ha vertido. A la lista se podrían añadir los casos de embalses para regar unas áreas cuyos suelos no son aptos para esa actividad, casos que también abundan en nuestra geografía.
Como anécdota hubo un ingeniero de la dirección general de Obras Hidráulicas que exponía ─a quien quisiera escucharle─ que había «descubierto» un lugar en la cuenca del Ebro en el que podía construirse una presa que generaría un embalse de más de 3000 hm3 de capacidad, pero que no lo concretaba porque esa idea «valía mucho dinero». Cuando algún joven ingeniero escéptico le preguntaba que para qué serviría tan grande embalse, el funcionario, sin alterarse, respondía: «para regular». A la contra-pregunta de «regular, ¿con qué fin?», el ingeniero hidráulico (que además poseía varias carreras más) respondía inmutable: «¡Pues, para regular!».
El mismo joven ingeniero cayó en la cuenta que la mitad de las 1200 ó 1300 grandes presas de nuestro país forman embalses de menos de 1,5 hm3. Es decir, las presas son grandes, pero la mitad de los embalses que forman ─cuando tienen agua─ nos pasan de dicha moderada cantidad, pudiendo calificarse simplemente de grandes depósitos. Sin desmerecer la gran labor realizada por nuestros ingenieros hidráulicos a lo largo del siglo XX, estas cifras deberían conducir a recorrer el camino desde la arrogancia a una mayor humildad, atendiendo no tanto a la magnificencia de las obras como a la funcionalidad de las mismas.
Los sueños de la razón hidráulica para nuestros «homus» llegaron al delirio con los trasvases. Así, la propuesta de Plan Hidráulico Nacional de 1993 presentaba un mapita de España lleno de flechas que representaban la propuesta de trasvases entre todas las cuencas de nuestra torturada y reseca geografía. Se decía que tal propuesta estaba inspirada en la red eléctrica nacional, sin caer en la cuenta que una cosa es transportar kilovatios a través de hilos a larga distancia y otra cosa es transportar millones de toneladas de agua cuesta arriba y cuesta abajo. Se proponía llevar el agua desde la desembocadura del Ebro hasta Almería, con un gasto de energía bastante mayor que desalar el agua de mar próxima a su lugar de consumo. No se había aprendido nada del Trasvase Tajo-Segura, que desde su inauguración en 1980, a pesar de no poder transferir más del 30% de lo proyectado, había dejado sin uso desde entonces los 1000 hm3 superiores de los embalses de Entrepeñas y Buendía, así como sin uso la conexión entre estos embalses.
Ante la frecuente arrogancia de los humus hydrauliucus, (que llegaron a querer depender directamente del Congreso de los diputados por considerar su labor de vigilancia de presas superior a la de los departamentos ministeriales), nuestro joven ingeniero de referencia propuso llevar a cabo una tesis doctoral que consistiría en comparar, para los embalses españoles, por una parte, el volumen que se decía en el proyecto que se iba a regular frente a las disponibilidades reales unas décadas después de entrar en servicio. Asimismo, se compararía el coste estimado en el proyecto con el resultante en la liquidación de la obra. Estos datos serían valiosos para hacer también un análisis económico ex post de la labor llevada a cabo mediante las técnicas de coste-beneficio.
Por supuesto estos ingenieros hidráulicos arrogantes no solo desdeñaban las aguas subterráneas (25% de los recursos hídricos totales y más del 50% en algunas cuencas), sino que tenían la creencia de que el uso de dichos recursos «quitaban agua» a los embalses, con unos razonamientos que más allá de lo racional eran francamente risibles. ¡Qué dirán cuando en los últimos años solamente se están transformando en riego decenas de miles de hectáreas con recursos del subsuelo, aun a costa de sobreexplotar y salinizar acuíferos!
Una característica que queremos comentar del Homo hydraulicus es su desdén hacia cualquier consideración del medio ambiente y de otros usos del agua que no sean los «convencionales». Se ponen nerviosos, arrogantes y francamente agresivos en cuanto al agua se le pretenden dar destinos tales como conservación de humedales, caudales en los ríos para su preservación o para la restauración de los ecosistemas fluviales, actividades deportivas o lúdicas, o simple conservación de recursos para existencia o legado. Cuando se meten a planificadores, les incomoda que queden recursos sin «asignar» de inmediato. Hasta tal punto que la Comunidad Valenciana en su Estatuto de autonomía reclama para sí los recursos no asignados, calificados de sobrantes, del resto de las cuencas hidrográficas de España.
Su visión de los ríos es muy restrictiva. En planificación se limitan a considerarlos como arcos que unen embalses que son los nodos de aprovechamiento de los recursos. En las actuaciones prácticas, es frecuente que consideren que en muchos tramos lo más adecuado es llevar a cabo la canalización de los ríos, a ser posible con hormigón, tanto para evitar la pérdida de recursos como el anegamiento de los campos en las crecidas. Así, por ejemplo, en la provincia de Toledo, el río Gigüela se encuentra canalizado a lo largo de decenas de kilómetros. La realización del IRYDA merece el garbanzo negro a lo desacertado: transformaron el río en un cauce perfectamente recto, semiexagonal de varios metros de profundidad y decenas de metros de anchura, con una ancha pista de carretera en cada orilla por la que se puede circular a gran velocidad; cada varios kilómetros, a intervalos perfectamente regulares, se disponen puentes de paso de colección oficial, totalmente idénticos, así como abrevaderos para el ganado, también idénticos. Sin embargo, no se pensó en la naturaleza y sus funciones. Con anterioridad a las obras, las aguas se retenían en el cauce y en los «calmos» de la llanura de inundación; el agua captada por medio de pozos de escasos metros de profundidad servía para regar los huertos hasta el verano avanzado. Ahora, el zanjón en el que se ha transformado el río, desagua los caudales con gran eficacia, de manera que no hay agua desde mayo en los pozos someros. En compensación, los propietarios han perforado pozos profundos, pero el agua que extraen está muy salinizada, con lo que se malogran las cosechas.
Y no voy a hablar del Mar Menor, pues pasará por sí solo a la antología de los disparates de la gestión del agua y del medio ambiente.
Conclusión
Por último, cabe consignar que el Homus hydraulicus considera la Directiva Marco del Agua europea como una agresión personal, al poner por delante de los usos productivos las consideraciones ambientales de protección de recurso y ecosistemas asociados. Además de no comulgar con estas nuevas ideas, muestran su desprecio más absoluto con estas «modas» que consideran contrarias a los privilegios de los caciques agrarios que, hasta la fecha, vienen dominando los asuntos del agua en nuestro país con el apoyo y bendición de unos profesionales con su reloj parado.