Un periodo de la historia de España que llama especialmente la atención es el transcurrido entre el 16 de febrero de 1936, jornada electoral con el triunfo del Frente Popular, y el 17 de julio del mismo año, día del inicio del golpe de Estado por una parte del Ejército contra el Gobierno de la II República. Quizá sea el periodo de los seis meses más trágicos de la historia de España, pues supuso, por una parte, el fracaso político y social de toda una generación de españoles, incapaz de entenderse y, por otra parte, ni más ni menos que la llegada de una guerra civil y de una dictadura de cuarenta años. He leído una buena cantidad de libros sobre la República y la Guerra Civil y me ha parecido que pasaban rápidamente por encima de este periodo, fijándose solamente en los hechos más sobresalientes, sin detenerse en describir con algún pormenor los acontecimientos que se sucedieron y el ambiente político-social. Las personas que vivieron dicho periodo en muchos casos no han querido hablar de él; otros testigos se limitaban a decir, cuando se les preguntaba, que los sucesos de ese periodo eran sumamente graves, diciendo con énfasis que «así no se podía vivir», aunque dicha afirmación sonase a justificación del golpe de Estado.
Hace poco ha aparecido un libro dedicado a este periodo. Se trata de Rey Reguillo y Álvarez Tardío: «Fuego cruzado. La primavera de 1936». Ed. Galaxia Gutenberg (marzo 2024, 696 págs.).
Fernando del Rey
Manuel Álvarez Tardío
Fuego cruzado.
La primavera de 1936
Editorial: Galaxia Gutemberg
Colección: Ensayo
ISBN: 978-84-19738-68-4
Publicado: 20/03/2024
Páginas: 696
Los autores, ambos catedráticos con amplia obra escrita, garantizan un tratamiento no sectario del tema. Además, se apoyan en una amplia bibliografía, fatigando la prensa escrita de la época, las declaraciones de los principales líderes políticos, así como el diario de sesiones del Parlamento. En las líneas que siguen tomaremos una muestra de este voluminoso libro. También añadiré por mi cuenta algunas anécdotas procedentes de mis más directos familiares que vivieron ese tiempo.
Para no perdernos en los innumerables sucesos de aquella primavera ─que se recogen con gran abundancia en el citado texto─, iremos directamente a una especie de síntesis que llevan a cabo los autores en la página 135 y siguientes:
«…la primavera de 1936 fue un periodo extremadamente agitado políticamente hablando. En momentos de normalidad constitucional, ninguna otra etapa de la República se le puede equiparar. Las insurrecciones ─obrerista y catalanista─ de octubre de 1934 constituyeron un acontecimiento excepcional. Propiamente se trató de movimientos sediciosos muy restringidos en el tiempo y en el espacio, con un marcado trasfondo bélico y de una extrema gravedad, por lo que tuvieron de golpe frontal contra la legalidad republicana. Por lo tanto, no parece procedente la comparación con la primera mitad de 1936, periodo en el que en ningún momento se llegó a tales extremos. Pero fue un contexto de intensa agitación en el que las izquierdas obreras tuvieron un protagonismo muy destacado, como también operaron con mucha fuerza, y bajo distintas lógicas, sus diversos oponentes conservadores y fascistas.
«La cuestión es cómo conceptuar ese proceso preñado de tensiones y conflictos, y sobre todo entender de dónde partió. Si se indaga en sus orígenes, parece razonable reconocer que no se entiende nada sin el trauma que supuso para la izquierda obrera el calificado en sus propios medios como «bienio negro», sobre todo después de octubre de 1934. Resulta un tanto simple el diagnóstico, pero incluso Gil-Robles reconoció a posteriori que «el egoísmo suicida» de los propietarios condujo a «la más profunda radicalización» de la historia del campesinado español, mientras que Giménez Fernández se lamentaba ya en su correspondencia privada de la primavera de 1936 sobre el fracaso de las orientaciones sociales de la política cedista. Entre otras motivaciones, el descenso de los salarios a partir de 1934 supuso un punto de inflexión en la escalada de desencuentros. Pero cuando se aceleró verdaderamente fue en 1935, una vez que los afanes reformistas del ala católicosocial de la CEDA, con Giménez Fernández al frente, se vieron bloqueadas por la alianza de los conservadores tradicionales de su partido, los liberales agrarios y el potente sector liberal ortodoxo de los republicanos lerrouxistas, con la consiguiente supresión de toda la protección estatal de que habían gozado hasta entonces los campesinos pobres (abandono de los yunteros, expulsión de los arrendatarios, aumento de las rentas, caída en picado de los salarios a niveles propios de los tiempos de la Monarquía…)».
En un pueblo grande de La Mancha, un mi abuelo era por entonces mayoral o algo así de unos ricos propietarios de tierras, con amplia labor. Los propietarios, ante el panorama que se venía presentando, se habían ido a vivir a Madrid, huyendo de los conflictos laborales del pueblo. Un día en los últimos meses de 1935 llamaron por teléfono al mayoral para notificarle los nuevos salarios de los trabajadores, con bajada importantes, así como las nuevas condiciones de la jornada laboral, en base a las resoluciones recientemente aprobadas por el Gobierno derechista. El mayoral reunió a los trabajadores de la labor y les transmitió las órdenes recibidas, por las que los nuevos salarios agudizaban su hambre. Como es fácil de imaginar, las órdenes no fueron bien recibidas y se organizó el subsiguiente tumulto, máxime cuando por entonces los terratenientes desaprensivos arrojaban a la cara de los trabajadores, junto a la bajada de salarios, la frase: «Ahora, ¡comed república!». Se presentó entonces en medio del tumulto un hijo del mayoral, quien a la vista de la situación dijo: «Padre, vámonos a casa», renunciando a su puesto de trabajo.
«La vuelta a las subordinaciones sociales tradicionales sembró de frustración las esperanzas izquierdistas abiertas en 1931, máxime partiendo del casi monopolio en la contratación disfrutado por la UGT en muchas provincias durante el primer bienio. Esa misma percepción la transmitió por entonces El obrero de la Tierra, órgano de la FNTT, la rama agraria de la UGT. Tras la represión posterior a la huelga general campesina de junio de 1934 ─una huelga política─ y la insurrección socialista de octubre de ese mismo año, se persiguió a los trabajadores más significados, se les cerró el mercado de trabajo y se les aplicaron continuas represalias, por lo que la única salida que les quedó a miles de familias fueron la mendicidad, los pequeños robos en el campo y, antes que nada, «la acumulación sorda de frustración y odio».
«Con tales precedentes, la victoria del Frente Popular a principios de 1936 se interpretó como una autorización a los trabajadores para «imponer su voluntad en la más completa impunidad». Con el consiguiente reverso: «la vida de las clases pudientes se hizo tan insegura como había sido la de los militantes socialistas y anarcosindicalistas a fines de 1934 y en 1935». Muy pronto comenzaron a hacer actos de presencia en multitud de pueblos las interminables denuncias patronales acerca del «humillante» trato recibido de manos de los jornaleros. No pocos fueron encarcelados por negarse a contratar a los trabajadores que les eran impuestos por las oficinas municipales de contratación. A veces, ante su negativa a aceptar las imposiciones sindicales, como la de despedir a los contratados en 1934, eran objeto de sanciones económicas o, en el peor de los casos, de persecuciones y agresiones físicas. Las sedes patronales y los círculos derechistas locales fueron clausurados en multitud de casos, cuando no asaltados, vulnerándose el principio de la libertad de reunión y asociación…La victoria electoral de las izquierdas atrajo otra vez afiliados a los sindicatos, bajo el señuelo de la aceleración, ahora sí, de la reforma agraria y la creación de un marco laboral más favorable a sus intereses. La movilización auspiciada por la FNTT dio pie a las masivas ocupaciones de tierras en marzo. Después, la misma organización reclamó al Gobierno ─y en buena medida consiguió─ la legalización de las ocupaciones, la supervisión de los asentamientos por parte de los delegados obreros o la colocación obligatoria de los parados (los «alojados»). Aunque sus demandas también apuntaron, como objetivos inmediatos, a la ocupación por los ayuntamientos de los antiguos bienes comunales y municipales ─privatizados desde el siglo anterior─, a «limpiar» el Instituto de Reforma Agraria de los funcionarios «enemigos» de los trabajadores o a la devolución de las armas a estos para constituir «milicias populares».
«Naturalmente, la inversión de fuerzas que se produjo trajo aparejada la reacción de los grupos sociales afectados, en tanto que los costes de la nueva situación recayeron directamente sobre sus espaldas. Y no hablamos sólo de los grandes propietarios, objeto preferente de las invectivas de la militancia izquierdista, sino también, y no en menor medida, de los propietarios y arrendatarios medios e incluso modestos, en su mayor parte de querencias conservadoras, donde el catolicismo agrario había encontrado en los años previos un enorme caladero de votos, como también el republicanismo de centro. Sin duda, en muchas zonas agrarias los trabajadores de la tierra vivían en un clima de exaltación, mientras los propietarios modestos se veían agobiados, pues la coyuntura de baja de precios agrícolas les impedía colocar bien sus productos y compensar el aumento de costes. Esta situación «era aprovechada por los grandes propietarios y por la derecha desestabilizadora, mientras los rencores de clase se acumulaban de uno y otro lado».
«Pese a todas las esperanzas despertadas entre sus potenciales beneficiarios, la movilización callejera, la toma de los ayuntamientos, las ocupaciones de tierras o los alojamientos obligados de parados no significaron la solución inmediata de todos los problemas. Amplias zonas del país, sobre todo en la España meridional, continuaron amenazadas por la carestía y la falta de subsistencias, agravadas por el mal tiempo y la falta de tierras para trabajar. En algunas zonas de Extremadura, donde más fincas se habían ocupado ilegalmente, se palpó incluso la hambruna, por lo que proliferaron las demandas de ayudas de los campesinos pobres a las autoridades. También en numerosas poblaciones andaluzas o de Castilla La Nueva el paro agrícola «volvió a constituir una insoportable pesadilla, incluso en plena recolección de cereales de aquel verano de 1936». Al mencionado aumento del paro contribuyó el hecho de que muchos propietarios renunciasen a llevar a cabo las labores agrícolas necesarias, por considerarlas ruinosas ante las nuevas bases de trabajo impuestas por los sindicatos.
«Además, la acción conjunta de los responsables del IRA, a los que el Gobierno dotó de plenos poderes, y de los ayuntamientos controlados por los socialistas despertó entre los propietarios de las zonas latifundistas un gran miedo, tanto a la intervención del Estado como a los yunteros que habían ocupado sus fincas. Desde mediados de mayo la reforma agraria ya era una realidad aplicada masivamente. De hecho, entre esas fechas y principios de julio la declaración de utilidad social de muchas fincas requisadas en virtud de ese principio y la liberación de créditos como anticipos a los asentados se produjeron a un ritmo acelerado. El miedo de las derechas encontraba su justificación ahora no en que la reforma agraria se aplicase a corto plazo, sino en el hecho de que se estaba aplicando: «los propietarios sentían que sus posesiones se encontraban de alguna manera invadidas por todas partes». Bajo la mirada de los grandes terratenientes ─pero también de los propietarios situados más abajo en la escala social─ «la revolución en el campo estaba en marcha. Había que pararla por todos los medios». En los cinco meses comprendidos entre marzo y julio de 1936 se distribuyó mucha más tierra que en los cinco años anteriores de historia de la República. Exactamente se expropiaron 712 000 hectáreas, cifra que cuadruplicaba la de los cinco años previos (164 000 hectáreas). Así, en la primavera y principios del verano de 1936, la propiedad rústica se encontró con un cúmulo de proyectos legislativos que iban mucho más allá de lo que había sido la reforma agraria de 1932, con una voluntad gubernamental manifiesta de llevarlos a cabo y con una contratación laboral preñada de conflictos. A los ojos de las entidades patronales agrarias, la moderación, al menos aparente, del programa del Frente Popular se había esfumado. Sentimientos parecidos albergaron los empresarios de los sectores productivos ligados ala industria, el comercio o la minería.
«¿De qué estamos hablando en realidad? Hay quien, sin negar el afán radicalmente transformador de aquella movilización social, circunscribe el proceso «revolucionario» a un plano estrictamente local. Ciertamente, tras las elecciones de febrero, las fuerzas de la izquierda obrera encabezaron la agitación y abrieron todos los diques, con lo que «la explosión de los desheredados se revistió de cólera». En el momento en que sus organizaciones anunciaron que el día de la redención estaba llegando, «salieron tras ellas a invertir las relaciones sociales, en las que ellos había sido siempre los desposeídos». En esos momentos, las consideraciones inherentes a la racionalidad económica dejaron de contar. Nadie reparó en que el mercado mundial hundió el valor de las olivas, en que el precio de los cereales se hallaba por los suelos y en que no había tierras suficientes para todo el que las demandaba. «La liberación definitiva que tenían en puertas sólo podían comprenderla desde el horizonte en que su incultura y miseria los tenía a todos: la del estrecho marco local en el que vivían. Este era el mundo, todo el mundo, y porque así era, el horizonte revolucionario no fue mucho más allá de los límites de cada pueblo».
En el pueblo grande de La Mancha que tomamos como referencia, se implantó el siguiente régimen de trabajo en el campo: a la hora que deberían comenzar las faenas agrícolas, los jornaleros se reunían en la plaza del pueblo. Cuando sonaban las campanas en el reloj de la torre de la localidad, iniciaban su marcha con las caballerías hacia la labor, que podía distar del pueblo hasta 10 y 15 kilómetros. Cuando llegaban al corte trabajaban hasta la hora de descanso que tenían establecida al mediodía. Pasada esta hora, reanudaban los trabajos pensando en la hora de regreso, pues calculaban llegar a la plaza del pueblo cuando el reloj de la torre diese las campanadas correspondientes al final de la jornada. Además, se reclamaba la semana de 36 horas. No es necesario añadir que la labor realizada en esas condiciones era muy pequeña o casi nula.
«En multitud de localidades de la España rural, no sólo de la mitad meridional, el poder pasó a residir en el binomio formado por los ayuntamientos y las Casas del Pueblo. Fue en ese marco donde quizás, y con muchos matices, podría hablarse de «situación revolucionaria» o «proto-revolucionaria», aun a riesgo de incurrir en un insustancial debate nominalista, Lo cierto es que, en muchas poblaciones repartidas por todo el territorio nacional, las corporaciones municipales, en connivencia con las organizaciones sindicales, invadieron competencias que sólo correspondían al Estado, asumiendo funciones gubernativas e incluso judiciales, controlando el orden público y efectuando detenciones de derechistas, aunque esto supusiera desobedecer las indicaciones de los gobernadores civiles. Esas y otras iniciativas en su conjunción ─ayuntamientos, agitación obrera y producción legislativa del Gobierno─ cambiaron el mapa político y la conjunción de fuerzas a escala municipal. Sólo desde tal prisma y sin pretender ir muy lejos, quizás se podría enfatizar que las relaciones entre las clases se estaban invirtiendo radicalmente, al tiempo que el poder del Estado había dejado de contar en no pocos sitios en beneficio de los nuevos poderes locales. Pero en tanto que esos poderes carecían de un proyecto político común que asumiera el núcleo de la decisión política, esto es, el Estado, «a esa situación revolucionaria le faltaba la cabeza». […] Las «clases dominantes», se ha escrito por pluma cualificada, «no podían tolerar que se cambiasen las bases del sistema agrario, sin que ello fuera el primer paso hacia la pérdida de su poder económico».
Recapitulación: el panorama que describen Rey Reguillo y Álvarez Tardío en el texto reproducido, repasando la explosión de huelgas, manifestaciones, ocupaciones de fincas, quema de iglesias y locales de los partidos de la derecha, atentados tanto por parte de las izquierdas (anarquistas, comunistas, socialistas) como de las derechas (falangistas y otros derechistas extremos), las intervenciones de la fuerza pública haciendo uso de sus armas, la creación de milicias de distintos partidos o sindicatos de diversa ideología, la inhibición del Gobierno republicano, en fin, el número de muertos y heridos de uno y otro bando durante esa primavera trágica nos dan el «pulso» de la situación. Muchos políticos de la izquierda hablaban en el Parlamento de la «revolución proletaria próxima»; los de la derecha se referían al «inminente golpe de Estado por el Ejército». De tanta invocación, los fantasmas vinieron a presentarse.
Termino con una anécdota real. Mis padres, casados el verano anterior, vivían en una casa próxima a la Casa del Pueblo. A finales de junio y julio de aquella primavera y comienzo del verano, escuchaban perfectamente los mítines que se celebraban casi a diario hasta altas horas de la madrugada, al tener unos y otros las ventanas abiertas por el calor. Venían oradores de fuera del pueblo a enardecer a las masas de jornaleros y obreros. El clima iba subiendo de temperatura con el desarrollo del acto. Cuando alcanzaban el clímax, los asistentes cantaban canciones exaltadas. Como muestra: «Mientras el gañán ara de estrella a estrella, el señorito dándose la vida güena». Ya cerca del final del mitin, como colofón, el orador preguntaba retóricamente a los asistentes con gran énfasis: «¡¿Para qué sirven las hoces?!» A lo que los asistentes con voz sorda, llena de rencor, como en una inundación, contestaban a coro: «¡Pa cortarles la cabeza a los señoritos!». En expresiónde los que conservaban aún cierta lucidez, con esos actos, los jornaleros y los obreros «¡salían encendíos!»