(continuación de «A vueltas con el efecto 80 (1ª parte)» y «A vueltas con el efecto 80 (2ª parte). El discurso del arado y del butano»)
Por desgracia ha sido frecuente a lo largo de la «historia» de la hidrología en nuestro país utilizar las aguas subterráneas como un simple comodín para «arreglar» desajustes de las cifras de los recursos hídricos. Cuando las cuentas de los balances del agua no salían o los modelos hidrológicos no ajustaban, se recurría al ignoto mundo subterráneo y sus caprichosas aguas. Muchos ilustres y afamados especialistas en presas y otras obras hidráulicas no tenían empacho en afirmar con orgullo y displicencia que ellos no entendían una palabra ni creían en las aguas subterráneas. Cualquier proyecto de aprovechamiento basado en la iluminación de aguas, rápidamente era desechado en favor de la sacrosanta «regulación» de caudales superficiales mediante las consiguientes presas. No importaba que después de construida la presa el embalse sólo almacenase aire debido a que los flujos subterráneos imponían sus caprichos sobre los del proyectista.
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